Es algo exagerado, ya que depende la cultura de cada persona, aceptar que es difícil agregar hoy en día más palabras o relatos al concepto o idea de democracia. Sería muy difícil esquivar en la definición o bosquejo que llevemos a cabo, a Platón, Hobbes, Vico, Bobbio, etc... o hacerse a un lado de la cultura y la estadística contemporánea que, supuestamente, le da valor o veracidad a nuestros argumentos. La lista de pensadores actuales que han tratado el asunto es interminable. No obstante, el más reciente libro de José Woldenberg, En defensa de la democracia (Cal y Arena; 2019) es un recuento, o conjunto de artículos, escritos a lo largo de varios años (digamos desde 2014 hasta la actualidad), por un hombre noble en sus propósitos, artífice de una instancia electoral autónoma en México; y un académico e intelectual que no posee intereses de poder personales en la política ordinaria, aunque sí en el sinuoso camino del entendimiento humano. Quiero decir, en palabras escuetas, que es un buen observador, un hombre reflexivo y un confiable narrador de los hechos electorales de las décadas recientes. Dicho, sin ánimos de definición abrupta, En defensa de la democracia es una especie de libro de texto para quien no posea una visión informada de la circunstancia real de la evolución democrática en México.

Un rasgo elocuente del libro de Woldenberg se expresa cuando toca la extensión del desencanto democrático. Él mismo lo deja entrever en sus palabras cuando afirma que la confianza social es una construcción y no nace de la noche a la mañana; que nuestra sociedad es demasiado compleja para tratar de comprenderla como unidad; que la desigualdad disminuye las posibilidades de cohesión social: que el valor o gravedad de la democracia se ha separado de la escolarización o de los ideales de la Ilustración; que no existe democracia sin madurez histórica y, por lo tanto, sin instituciones fuertes; que es necesaria la autonomía institucional en varias regiones de los gobiernos democráticos; que aun cuando la democracia sea validada por los votos bien contados, es posible que la elección de los gobernantes lleve al autoritarismo; que la idea de representar la “voluntad popular”, puede llevar al congreso a ir en contra de los progresos sociales fraguados a lo largo de la historia. Como todo libro, es una conversación y el lector —yo en este caso— no puede dejar de meter su cuchara y ponerse una vez más a reflexionar en ello.

Más allá del libro citado (su ataque al pragmatismo es, según creo, un reproche al oportunismo político, más que a la filosofía de Dewey, Putnam, Rorty, etc.. como fundamento real de una política del bien no metafísica), me parece un tanto evidente, que las democracias actuales, aunque diversas entre sí, ya no son garantía invariable de desarrollo social o económico, sino más bien éstas pueden llegar a ser causa del dislate político y de la confusión electoral. No creo que el voto de los involucrados —ciudadanos, acarreados, iletrados, reflexivos, interesados, etc...— funde la noción de democracia, pese a ser necesario que se pida opinión, aun de manera tan burda, a los involucrados. Pienso que la democracia (o su construcción semántica) es, sobre todo, un horizonte ético, una concepción altruista, una noción social de fraternidad —aunque sólo voten cinco personas— y su finalidad es la de lograr que las leyes e instituciones sean capaces de invertir el grado de desigualdad económica, cultural, social, higiénica, educativa, etc... que se encuentra a la vista en la mayor parte del mundo. Si no lo hace, entonces no es democracia, aunque todos los involucrados hayan votado por algún partido, un líder religioso o un pariente que crean los salvará de la hecatombe y les proveerá de un futuro menos tenebroso. Si todos votan y el “todos” decrece o se denigra a cada votación ¿qué es lo que tenemos? Una paradoja. O no saben a quién eligen para hacer el bien; o el poder de las decisiones fundamentales para la modificación social ya no pasa por las manos de las mayorías. Ese poder está ya en otra parte (en el ámbito de la criminalidad, en los consorcios trasnacionales y financieros y en la acendrada tradición del acto corrupto: quizás en el futuro se nos considerará una sociedad aberrante que en vez de legalizar las drogas prefirió recoger muertos y sufrir el acoso de las mafias del narco); por lo tanto, a los vulgares, sólo nos queda fingir —vía la democracia— que “podemos”, y seguir las reglas que nos sean impuestas. ¿Qué otra cosa esperar si la masa democrática se dispersa cada vez más, pierde peso debido a su ausencia de razonamiento y cultura política, además de que su población va convirtiéndose en aditamento o extensión de la tecnología, y no al contrario?

Pese sus excepciones, la cantidad arbitraria de basura que circula en las redes extiende la confusión, el chisme, el arrebato, y suple la idea de una acción comunicativa que entrelace a las personas con el propósito de crear bienes sociales. Las redes, en manos del hombre sin atributos son, en esencia, una anti-ilustración. Así, la democracia comprendida como horizonte ético se oscurece y ofende al individuo razonable. Es posible que la democracia, debido a su filantropía implícita, sea una de las construcciones conceptuales más siniestras creada para acentuar la paradoja que supone la realización de la justicia. De aquella sociedad del espectáculo, pensada por Guy Debord, se ha transitado hacia una sociedad ridícula y comunicada que ostenta un poder sin poder.

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