El iracundo o el ser colmado de ira, cólera u odio que, incapaz ya de contenerse, estalla y expresa sus sentimientos haciendo a un lado la prudencia puede ser ridiculizado fácilmente, como pensaba Séneca. Pero también puede ser digno de compasión: ¿cómo es que ha logrado contener su ira, alimentarla, ocultarla para que, en algún momento de descontrol, patee una pared, dé un manotazo en la mesa, destripe a un perro o mate a otra persona? Aquí la ira se transforma en gesto, en teatralidad profunda y, de alguna forma, se suaviza después de ese repentino y necesario desahogo. En mi familia solíamos ser propensos al grito inesperado y al arrebato iracundo; las pasiones gritaban por sí mismas y entonces los insultos, el sarcasmo más hiriente e incluso los golpes hacían su aparición. Después de un breve periodo de arrepentimiento y tenso distanciamiento el río tomaba de nuevo su cauce y la tranquilidad cotidiana volvía a reinar en casa. El perdón se otorgaba de forma natural, pero también convenenciera, puesto que no tenía caso vivir en guerra perpetua dentro de casa, ni eliminar a uno o a varios miembros de la familia. Por otra parte, el cariño o aprecio genuino nos entrelazaba y este sentimiento le daba al perdón una pátina de solidaridad y sobre todo de certeza moral. El perdón provenía de un temperamento o sustancia reales, no nada más de un pacto para evitar el daño.

Si relato una experiencia personal es porque no encuentro otra manera de partir cuando intento comprender lo que sucede en mi entorno, mundo, circunstancia o vecindad social. Se juzga siempre desde “algún” lugar, desde un ser propio y una experiencia particular que intenta extenderse o comprenderse a sí misma al compararse con las experiencias de otras personas; lo contrario, juzgar desde la bondad absoluta o la confianza en una verdad indiscutible sería convertirse en dios, juzgar desde ningún lugar, convertirse en hada, mónada, espíritu exento de carne y sufrimiento. Es verdad que durante mi adolescencia era yo propenso a otorgar el perdón de manera casi incondicional, y pese a ser rencoroso, este rencor se erosionaba fácilmente porque me hallaba dispuesto, de forma casi inconsciente, a dejar pasar las ofensas, el daño y las humillaciones. Ni siquiera el hecho de que mi escuela media hubiera sido rica en vejaciones y autoritarismos insulsos amargo mi existencia. En aquel entonces todavía podía sonreír naturalmente y creía que el mal social podía combatirse y erradicarse.

De mi disposición al perdón incondicional pasé a lo que algunos filósofos (entre ellos Martha Nussbaum) denominan perdón transaccional, que no es algo más que perdonar a partir de un pacto o una conciliación entre humillados y ofensores y que tiene como finalidad la supervivencia o el remedio del odio, la ira o el daño. Esta clase de perdón, sin embargo, tiene como desventaja que en muchos casos es sólo una pausa o una solera para guardar la venganza, el resentimiento, la pasión arraigada que estallarán cuando menos lo esperemos (así lo creía, por ejemplo, Nietzsche). Apenas hace unos días, cerca de treinta asesinatos en un solo estado de México (Guanajuato) podía compararse con el número de muertes causado por un terremoto en Turquía. Entonces he tenido otro de mis pensamientos más pesimistas, el cual se resume, sencillamente, en que ya soy incapaz de perdonar, ni siquiera como una forma de expresión civilizatoria. Ya no quiero perdonar y, sobre
todo, ya no puedo perdonar. Y este
sentimiento me parece auténtico y natural, aunque podría ser pernicioso puesto que a fin de cuentas aumenta la densidad de la ira y el resentimiento social.

Cada vez que viajamos, mi pareja y yo, a Morelos por la carretera que parte de Xoxhimilco nos encontramos con retenes cuyos policías falsos nos extorsionan para que podamos continuar con nuestro camino. Es imposible hacer algo porque además se colocan en lugares estratégicos y en donde es inútil pedir auxilio. No es extraño que las personas tengan miedo de viajar por las carreteras de su país, ya sea para conocerlo o para vacacionar. Esta clase de viajes se han tornado, por lo regular, una anécdota melancólica. Apenas la semana pasada releí La conquista de México, de Francisco López de Gómara y volví a impresionarme con el relato que hace Jerónimo de Aguilar acerca de cómo en su viaje a México en 1511, la tribu de un “malvado cacique” había sacrificado a sus compañeros de travesía ofreciéndolos a sus dioses y luego se los había comido. Han pasado poco más de cinco siglos desde entonces (un parpadeo en el tiempo), y hoy tenemos conocimiento de que el año pasado ha sido el más sangriento de la historia reciente de México. ¿Quién, además de un santo, podría mantener la sensatez sicológica? Yo no perdono a los criminales, ni incondicionalmente, ni vía la transacción política. El castigo es otro tema, pero más allá de que sean castigados yo no les otorgo ninguna clase de perdón, mi rencor es genuino y sólo estoy a la espera de ser desayunado por los caníbales contemporáneos. De todas formas, creo que una sociedad tiene que insistir en la paz, aunque no en el perdón al asesino; pero esto es sólo una idea, no un sentimiento genuino.

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