Tres amigos nos reunimos algunos días antes del eclipse reciente. Uno se hallaba bastante entusiasmado debido al fenómeno; yo ni siquiera había puesto atención a la noticia y el asunto estelar carecía de importancia para mí (suelo mirar al suelo en lugar de al cielo); y el tercero sólo atinaba a decir, “mírenme; el eclipse verdadero soy yo.” Y tenía algo de razón, a juzgar por su aspecto destartalado, su mirada tristona y su escaso y flagelado cabello. Después al llegar a casa me reí porque tal como mi amigo se describía yo podría concluir: el eclipse está aquí abajo, no allá arriba.

El primer periódico en el que escribí lo fundé yo mismo, y además fui en un principio el único que escribía en sus páginas. La única limitación consistía en que se trataba de un periódico mural en donde plasmaba mis opiniones con un crayón sobre papel. Yo mismo lo pegaba en la entrada principal de la Facultad de Ingeniería: debió medir dos por tres metros. Mi primer artículo fue contra la Junta Militar en Argentina y la dantesca figura de Jorge Rafael Videla. Durante la noche, los empleados de la escuela quitaban mi periódico y yo debía volver a escribir y a pegar un nuevo número en la pared. Me sentía orgulloso al observar cómo, durante las mañanas, varios alumnos leían lo que yo escribía, aunque la mayoría miraban de reojo y pasaban de largo y sólo uno que otro escribía un comentario con su pluma en el mismo papel. Cuando comencé a subir de tono y critiqué a las autoridades y la indiferencia de mis compañeros ante los dilemas sociales y de la propia universidad tuve que consumir bastante tiempo impidiendo que despegaran mi periódico en el transcurso de la mañana o en la tarde. Fue esta la razón por la que no entré a muchas clases: vigilaba mis propias letras con un libro en mano y cuando fue necesario lo defendí a golpes: peleas en las que regularmente tenía éxito, no sólo porque jugaba en la selección de baloncesto de la escuela y tenía algunos músculos, sino porque los golpes no me eran ajenos ya que provenía de barrio bajo. Después se unieron otros estudiantes al periódico y nos turnábamos para guardar la integridad de nuestro periódico. Corrían los primeros años de la octava década del siglo pasado.

Cuando soy testigo del espectáculo que provocan los llamados influencers, cuya mayoría son una especie de criminales intelectuales, me imagino vivir en el eclipse de la comunicación positiva, es decir crítica o capaz de crear horizontes ya sean estos lúdicos, educativos, heterogéneos o excepcionales. Me preguntaría si los influencers son sólo medios de la diversión efímera y el entretenimiento pueril, o todavía algunos mantienen un cierto espacio para la crítica o una mirada más profunda de los fenómenos sociales que los afectan, hacen daño o que merecen ser relatados debido a alguna razón que no sea la pura tontería viral o chistosa. Por otra parte, son más preocupantes quienes son influidos por ellos, puesto que estos espectadores del vacío serán los que voten o compartan un espacio público conmigo en la actualidad. ¿Hacía yo algo similar cuando escribía y pegaba mi periódico mural en la entrada de la Facultad? Es probable; pero no dejo de pensar —cuando escucho a un buen número de influencers— que los problemas son cada vez más fuertes y la sociedad más débil en sus respuestas a estos dilemas, males que ya no somos capaces de comprender, aunque sí de sufrir. No citaré los ejemplos de Nietzsche, Benjamin, Lyotard o Vattimo como pensadores del fragmento, el desorden y el pensamiento flexible que, no obstante su rebelión contra los sistemas ideológicos, dejaban huella en nuestro poder crítico. No los citaré con tal de que mis escasos lectores no sigan de largo como lo hacían tantos estudiantes al mirar con esmerado desdén mi efímero periódico mural. Al menos puedo decir que, pese a faltar a muchas clases mientras cuidaba el periódico, me encontraba leyendo un buen libro o escribiendo en una libreta donde deberían estar mis cálculos matemáticos. No era yo un soldado de la verdad, más bien alguien que deseaba expresar su inconformidad ante el paredón.

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