Para Kyzza Terrazas 

La intención de un acto puede ser encomiable, pero su realización puede volverse en contra de esa misma intención. Cuidar que ambas, tanto la teoría como la acción coincidan, es no exponerse a la decepción y al acto superficial y sin consecuencias. He sido testigo, con cierta curiosidad, de las modificaciones y reparaciones que distintos grupos o tribus le hacen al lenguaje común con el propósito de que sea incluyente; se empeñan en adulterar palabras y añadir signos para obligar a que el lenguaje posea una finalidad ética o política. Evitaré esta vez el sarcasmo ya que coincido en el propósito de estos grupos al querer evitar la discriminación y las malas costumbres que no permiten que las sociedades sean más justas o equitativas con los miembros que las conforman. Sin embargo, hay algo de banal en la empresa de obligar a las palabras a procurar el bien y de utilizarlas como panfleto de civismo y de buena convivencia. La razón de oponerme a lo anterior es que el lenguaje es incluyente por sí mismo, es posibilidad de liberación y vehículo para alimentar o construir la teoría ética que más nos convenga. Hay que conocerlo y estar al tanto de su complejidad y vastedad para saber que sin imaginación no hay lenguaje y que, al mismo tiempo, el lenguaje estimula la imaginación y hace que las personas sean menos bárbaras. Persuadir a los demás de que determinadas conductas son nocivas para su comunidad es imposible sin la facultad de hablar; y hablar no es nada más parlotear sin conocimiento, o hacer política cultural, sino estar al tanto de que —escribe Rorty en Filosofía como política cultural— “lo propio de todo lenguaje es la puesta en relación de unas cosas con otras”. Es decir que, por sí mismo, el lenguaje nos permite relacionar las cosas, los diversos sentidos, los actos entre sí con el propósito de causar el bien. No obstante, tenemos un gran problema si al deformar el lenguaje para tornarlo una herramienta platónica, hegeliana o ideológica con miras a implantar la justicia lo despojamos de su fuerza real, de su absoluta capacidad para nombrarlo e imaginarlo todo. Tal acción es de una arbitrariedad evidente, además de superflua; equivale al hecho de querer tirar un muro y en vez de derribarlo dedicarse a escribir en su superficie: “Este muro no existe”. Así, sólo se lleva cabo un performance cuyo propósito es que quien lo realiza se sienta bien, incluyente.

Cuando Nietzsche dice que el mundo es un poema que nosotros mismos componemos, hace énfasis en que cada persona da lugar a una interpretación de lo real o de su entorno hasta el grado mismo de inventarlo y creer en él. Quiere decir que el concepto de realidad es maleable y que cada individuo lo modela en cierta forma desde su propio sentimiento. “Todas las deidades residen en el pecho humano”, escribe Blake. Sin embargo, y olvidando el espíritu romántico que reniega de un mundo homogéneo, la imaginación y el lenguaje sí que edifican relaciones para que la comunidad progrese y no se lastime. ¿Mas qué sucede cuando una tribu bien intencionada cuyo lenguaje (o cultura literaria) resulta escaso o casi inexistente —sería un exceso llamarle estado pre lingüístico— comienza a depurar el habla, las metáforas y palabras con un propósito filantrópico? Pues nos lastima todavía más socialmente, puesto que cancela la oportunidad de imaginar y dar lugar a un mundo menos violento y discriminatorio, a partir de la riqueza de un lenguaje provisto de inmensas posibilidades éticas. En vez de ello esta tribu o grupo social se inclina por las medidas arbitrarias, poco profundas, exhibicionistas y estériles a largo plazo. El efecto que causan nuestras palabras es su grado de verdad. No ofendemos si no queremos ofender, utilizamos eufemismos, ingenio, poesía, pero no denigramos el lenguaje hasta convertirlo en una diminuta caja de herramientas con buenas intenciones. Me iré a leer a Quevedo para refrendar lo que he escrito aquí y aceptaré humildemente mi finitud. No se comienza a construir una casa por el tejado.

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