El inglés William Hazlitt (1778-1830) escribió en Mi primer encuentro con los poetas (Ficticia editorial; 2015), que jamás han existido dos individuos más dispares que el anfitrión y su huésped. Me ha afectado en gran medida esta opinión porque suele sucederme algo similar. Apenas tengo uno o dos huéspedes en la casa durante varios días, me encierro en una recámara y no se me mira ni el alma. El departamento es suyo y pueden hacer lo que deseen, todo les pertenece, si desean desmantelarlo adelante, si lo quieren rentar tienen mi permiso. Lo único que deseo es no ser un anfitrión más allá de una noche. Lo que venga después no me incumbe. Si tuviera un perro tendrían mi permiso para ahorcarlo. En aras de mi fortuna, mis huéspedes son personas sofisticadas y no harían algo parecido. Cuando me ha tocado jugar el papel de huésped me levanto a las cinco de la mañana y vuelvo al aposento después de medianoche, cuando ya todos duermen. Quiero pasar inadvertido y molestar lo menos posible. Dice Hazlitt que su padre, un pastor disidente, no tenía, especialmente, ningún aprecio por los poetas. Lo comprendo; yo leo poesía, pero si tuviera un hijo o hija poetas lo sentiría como una desgracia: más pobreza a la casa; más letras inútiles; más decisiones impostadas; más lirismo a la coladera: el que es poeta se calla y debe pasar inadvertido, como yo lo hice durante mi estancia en tantas casas fuera del país en las que fui albergado. Alguna vez el mundo tuvo la suerte de que se reunieran en matrimonio dos anarquistas, William Godwin y Mary Wollstonecraft, quien además fuera una de las pioneras del feminismo moderno. En una charla con Samuel Coleridge, este le confesó a Hazlitt que Godwin desmerecía al lado de su mujer, pues ella desvanecía y derrumbaba los argumentos de su marido con suma sutileza: “es apenas un ejemplo del predominio que la gente de imaginación tiene sobre aquellos que sólo tienen intelecto, pensaba Coleridge; y aunque no valoraba demasiado su talento como escritora estimaba mucho su capacidad para la conversación.

Yo valoro bastante más a quien sabe conversar que a quien posee oficio para escribir, (aunque de ninguna manera lo desprecio, es una cuestión más parecida a la albañilería). La conversación es un respiro, un buen trago de vino, una caricia; en cambio, tengo miles de libros y cada vez que quiero leer a una buena escritora o un buen escritor solamente debo dirigirme al librero. Thomas Bernhard reía mucho, lo confiesa, cuando leía a Schopenhauer, sobre todo cuando el filósofo se volvía más encarnizado o colérico. Los filósofos o escritores en realidad serios son demencialmente cómicos, como afirmaba Bernhard; por otra parte los escritores y filósofos medianamente serios son una patada en el trasero. Hay que escapar de ellos como si uno huyera uno del virus más letal. La conversación es un arte de altos vuelos. Los debates entre políticos, por ejemplo, son un desastre: tres o cuatro gentes de pie atacándose y balbuceando argumentos mediocres o inanes. ¿Acaso no hay sillones cómodos, una mesita, una buena conversación, algunos temas a tratar, un buen Barolo para animar la reunión entre ellos? Yo por eso ni siquiera me asomo por esas pantomimas. Cuando uno quiere saber, llegar a alguna coincidencia, pasarse un buen rato, ponerse de acuerdo, o no, no requiere más que una buena conversación. Mi padre fue más erudito en sus últimos años, más razonable; mi madre saltaba de un tema a otro con mucha gracia y soltura (como Hazlitt); al final los hijos guardábamos lo mejor de ambos, mas sabíamos que la imaginación de nuestra madre superaba por mucho la razón y la rigidez intelectual de mi padre—que no

despreciábamos—, pero la primera ponía sal en la mesa y tornaba todo más amable; sin ella las sentencias de mi padre habrían resultado vacías, órdenes que cumplir como esclavos: imposiciones. No tuve la suerte de conocer a Mary Wollstonecraft, pero supe de ella a través de la imaginación de mi madre. Pronto seguiremos charlando.

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