Antes de que algo bueno suceda, quisiera dedicar esta columna a todos los jubilados del planeta. Su merecida holganza es un privilegio que, sin duda, han ganado con creces. Si tuvieron la fortuna de nacer en buena cuna, entonces mis alabanzas quedan cortas, pues su jubilación comenzó apenas el esperma de su padre tocó a la puerta indicada, así que sin importar qué clase de futuro les deparó el destino su jubilación les vino en bandeja. Su retiro los aguardaba aún antes de abrir sus minúsculos párpados. Si, por el contrario, nacieron en la pobreza y han trabajado buena parte de su vida realizando una labor que detestan, entonces son candidatos, si tienen suerte, a una distinguida y breve coronación de su esfuerzo: algunos años de descanso o vegetación sosegada. No voy a ocultar que me despiertan envidia, ya que, en mi caso, un horizonte de esa magnitud y generosidad no existe; quiero decir que yo no me jubilaré, puesto que es un hecho que trabajaré y desempeñaré mi oficio durante el resto de mis días. No me siento defraudado o acongojado a causa de esta noticia porque mi oficio me es placentero y no ha pasado por mi cabeza la posibilidad de dejar de escribir, sin importar lo juicios que despierte mi literatura en algún posible lector. Aun cuando llegue el no muy lejano día en que sea incapaz de dominar los ordenadores o la ceguera haga campamento en mis ojos, aun así escribiré garabatos en la pared y me daré por bien servido cuando termine el día. Y si no hay pared alguna donde escribir crearé y memorizaré historias para contármelas a mí mismo en el rincón de un hospital siquiátrico o recargado en la palmera de un camellón. ¡Y qué historias serán esas! ¡La gesta de Beowulf será un relato insignificante al lado de lo que nacería de mi imaginación!

Cuando me cuestiono si la jubilación es consecuencia de una vida de trabajos forzados, mal queridos, impuestos, entonces me parece una figura terrible ya que se encuentra cargada de un sufrimiento que debe haber penetrado el alma del trabajador retirado, hecho que ensuciará o lesionará los pocos días libres que le quedan para el respiro. Algo similar me sucede si pienso que el jubilado ha realizado labores que le son ingratas, despreciables e incluso repulsivas, y sólo está contando los días que faltan para terminar su condena. “¡Me he ganado mi jubilación!”, grita su espíritu desgarrado y yo no puedo evitar echar afuera una lágrima; ni siquiera podría extenderles los brazos luego de tan larga temporada en el infierno. Me es afín recordar, cada vez que tengo oportunidad, la historia de un amigo argentino, Jorge Canaves, quien a unos días de su jubilación y luego de trabajar casi cincuenta años, renunció a su trabajo una semana antes de recibir una hermosa medalla sumada, claro, a su jubilación. La respuesta que ofrecía Jorge a tan desmesurada actitud resultaba sorprendente: “Renuncié porque soy un anarquista y no me vendo a nadie; no requiero sus lisonjas usureras ni sus premios a la esclavitud”. Quienes llegamos a escuchar su historia le aplaudíamos a rabiar, quizás no a causa de los motivos que él suponía, pero sí como consecuencia de su magnífica historia.

Quisiera, ya que jamás seré un jubilado, aprovechar estos renglones que me quedan para ofrecerles un taller literario al vapor a los pocos y fieles lectores que ponen atención a mis líneas: 1) Lean las obras completas de Borges. 2) Lean la mitad de las obras completas de Alfonso Reyes. 3) En seguida lean lo que se les venga en gana. 4) Forniquen hasta que el sexo les sea tan común como respirar. 5) No pongan atención en su vestimenta ni en su apariencia, pues a ojos de las personas más estrictas siempre seremos unos adefesios. 6) Consuman todas las sustancias prohibidas, incluida la salsa Búfalo. 7) No crean en nadie que les prometa un futuro alentador. 8) Y, finalmente, qué carajo están esperando, pónganse a escribir hasta que el día menos pensado logren crear una frase memorable y digna de ser leída a otras personas, sean jubiladas o no.

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