Insistir en nuestras ideas, en lo que somos, posee mucho sentido y es benéfico para quienes nos rodean o leen. Sin embargo, insistir en ello supone un ejercicio de auto crítica mayúsculo. Las sociedades o manadas humanas marchamos lentamente, por más que la tecnología o la ambigüedad de las identidades en el siglo veintiuno parezcan decirnos lo contrario. Los hábitos tradicionales y la abulia con que enfrentamos la obligación humana de pensar y de actuar según las convicciones razonadas apenas si se modifican a lo largo del tiempo. La humildad necesaria para enfrentar los juicios que no nos satisfacen llevaría a los lectores y a escritores de todos los ámbitos a formar parte de un todo social, pero también de una soledad individual. Dar por sentado que uno está equivocado es más sano que creer a ciencia cruda que uno posee la verdad. La tolerancia es el principio activo de toda democracia, pese a que tal sistema de gobierno haya causado tantas decepciones y nos invite a dudar sobre un hecho palpable: ¿La democracia es un horizonte ético o un sistema destruido y vapuleado por la corrupción, la ilegalidad y el poder? Las desgracias que abruman a los tiempos actuales son novedosas para nosotros, no para quienes vivieron en otras épocas. Novedosas, pero sobre todo humanas, es decir históricas. Alejarse de la historia, de mirar hacia el pasado ya sea como un mito sobre el cual construir certezas, o como una forma de habitar la especie, la continuidad, la casa común robustece a los individuos, los convierte en vecinos más prudentes y menos dañinos. Las condiciones en las que se afronta la crisis sanitaria no son las más adecuadas; el rencor social, la incapacidad de responder como individuos a crisis comunales, el rechazo a investigar por nuestra propia cuenta los embates del entorno y el temor natural a morir crean y dan lugar a una atmósfera confusa que no posee una sola e indivisible solución. Insisto en tres caminos que al unirse podrían dar lugar a una mejor vida civil entre quienes, incluso, creen ser “adversarios”.

A) El ascetismo es fundamental; requerir de poco para vivir y consumir menos; construir y sopesar nuestras necesidades reales y evitar que éstas sean impuestas por los medios y corporaciones que intentan tratarnos como a un grupo de autómatas que se adaptan a las necesidades de un mercado manipulado y monopólico.

B) La generosidad —tan desprestigiada y usurpada por las fundaciones filantrópicas (en esencia bienvenidas, siempre y cuando quienes las dirigen no dejen de pagar impuestos) y por la palabrería publicitaria insulsa— es, en tiempos de crisis, un impulso del lazo social y de la comprensión de lo que significa una ética humana.

C) La conversación, es decir, saber escuchar e intentar que el lenguaje no panfletario sea un intermediario entre los que pensamos de una manera diferente o enfrentada. Por ello la lectura, más que la pantalla, se vuelve indispensable en la temporada de confusión, desasosiego, incertidumbre y barbarie que parece vivirse. Conversar es tolerar lo abierto y complejo del lenguaje humano, no obstante que las palabras, al menos civilmente, no sustituyen a las buenas acciones.

Hay una relación estrecha entre pensadores como Nietzsche, Gadamer, Dewey, Rorty, etc., de cuyos libros he abusado en esta columna. Las acciones también son pensamiento; si la amistad es un servicio —como lo ratifiqué en una novela de Sándor Márai—, el vivir en comunidad también lo es. No soy yo el que escribe estas palabras —mi locura sólo me concierne a mí—: son el otro y el nosotros quienes en esta época tienen el absoluto deber de reencontrase.

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