Mi abuela paterna no leía libros. Tenía que mantener a tres hijos en una ciudad desconocida y al recuerdo de un esposo muerto. Aun así, sus decires coincidían con algunos de Peter Sloterdijk, en su Crítica de la razón cínica: “Tiene que haber muchos tontos, para que existan unos cuantos listos”. No se tome esto, aunque lo sea, como una crítica a las religiones. Que se quede como un simple dicho, parecido a: “Tiene que haber muchos pobres para que haya pocos y relucientes y despampanantes y repulsivos ricos”. O también me viene a la mente el tópico que se escucha aflorar hasta en las películas: “Basta que los buenos se unan para que los malos comiencen a sufrir”. Yo formo parte del bando de los tontos, los pobres y los buenos (socialmente hablando), así que vivo en carne propia el irreparable mal que nos hacen los “listos”, los “malos” y “los ricos”. Nadie viene a contarme relatos chinos. Y, además, soy agnóstico.

“De joven eres fuerte en grupo, de viejo en soledad”, aquí la certeza de un viejo Goethe. Y Cioran trasladaba esta aserción al límite acostumbrado de su flema: “Son los jóvenes los que provocan doctrinas intolerantes y las llevan a la práctica; son ellos quienes necesitan sangre, gritos, tumulto y barbarie (ambas citas las he obtenido de El telón de Milán Kundera, aunque a Cioran lo padezco de memoria). Lo relativo a los jóvenes y a su sed de destrucción no requiere discutirse, puesto que incluso si algunos de ellos cultivan la idea de un mundo mejor, habría que preguntarles en qué consiste lo mejor y lo peor de un mundo y cómo van a lograr modificarlo. Por tal razón las empresas, universidades, utopistas sociales, etc... echan mano de ellos y los adoctrinan sustrayéndolos de la tradición y del saber de los padres o antiguos, para sus propios fines. Convierten su sed de destrucción en energía para edificar un futuro “productivo” que probablemente ni siquiera sirva a los mismos jóvenes si, de entrada, no son ya poderosos vía su familia y bienes. ¿Es tal estado algo remediable? No, pero cuando soy testigo de la conversación entre un viejo y un joven, ambos aprendiendo algo del otro, entonces dejo de ser tan pesimista, aunque sea unos minutos. Sin embargo, discutir con un joven sordo o un viejo necio terminará llevándote a la horca o a la decepción.

La descortesía en la crítica política ha dañado sin remedio las estructuras sociales del diálogo ético. Cuando se insulta públicamente a un presidente, funcionarios, congresistas, la consecuencia no puede ser otra que la farándula, la opinología u opinontología (aún peor) que brilla por un instante y, en seguida, se apaga para siempre. A un congresista, un delegado, gobernador, etc... que hace mal su trabajo, sería muy conveniente criticarlo con sentido, firmeza, razón, pasión, determinación y sobre todo, con cortesía. Sobre todo, si pensamos que el acendrado rencor, el odio y la susceptibilidad extrema parecen regir las relaciones comunales y vecinales en México. Si la cortesía no resulta y es menospreciada entonces me decantaría por el acto colectivo e individual más contundente. Si no hay conversación, entonces los animales y los desesperados tienen que salir de sus jaulas. Hace cerca de un año le prometí a alguien querido que no volvería a pelearme en la calle. Lo cumplí, aunque hace tres meses estuve a punto de volver a las andadas. En vez de caer en la violencia opté por la cortesía y tuvo un gran sentido, pese a que estaba tratando con una especie de bestia sorda e impulsiva.

Finalmente, con Unamuno, remarco que el prólogo se escribe después de la novela. Por eso al citar al español, Vladimir Yankelevitch escribe que “El esfuerzo intelectual va del sentido a los signos, y no del signo al sentido: nuestras ideas no son pensables, sino en el interior de una circunstancia espiritual que las orienta”. Si somos enanos en hombros de gigantes es porque la tradición cultural propone el sentido (incluso en las vanguardias o movimientos de ruptura), y los signos, gramáticas, estrategias políticas, ideologías sociales y científicas vienen después. “Consuélate, no me buscarías si no me hubieras encontrado” (Bergson). Llevar a comprender a varios diputados, funcionarios públicos y demás que el arte y la cultura (libres en su quehacer y no dotadas de dirección) son quizás lo único concreto que da identidad a un país, resulta muy difícil, pero hay que intentarlo. La cortesía como preámbulo de la guerra; ¿qué más? No hacer del feminismo, tampoco, un constante insulto genérico, sino un movimiento real que obtenga su fuerza de todos los movimientos y cultura feministas del pasado es lo más deseable; ¿sería ello posible? No lo sé. Rescatar la autonomía del individuo para fortalecer el vínculo social; alejarse de la glotonería y del consumo asfixiante; dejar en paz los teléfonos y las pantallas durante varios días; aspirar a recuperar una mínima libertad; practicar la cortesía hasta que la guerra sea inevitable. Esto sí que sería una revolución. Sin embargo, el pesimista toca otra vez a
mi puerta.

(Una apostilla para disculparme por, en una columna pasada, dotar a Cassirer de una nacionalidad que no era la suya; pero cuando los alemanes escriben bellamente merecen ser franceses).

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