Los niños inventan palabras, juegan y se transmiten sus secretos. En el lenguaje es posible contemplar una actividad similar porque finalmente el lenguaje es, en esencia, un juego en el que además de intentar nombrar, comunicarse, especular o crear arte, también se inventan palabras y párrafos, se construyen lenguajes secretos y artilugios lúdicos, etc; en pocas palabras: uno se hace más humano ya que al pensar (sólo se piensa por medio de palabras las cuales hacen malabares en la mente) uno simula que existe, posee conciencia o afirma pertenecer a una sociedad o a una tribu con la que comparte, hasta cierto punto, una experiencia lingüística. Mi madre, por ejemplo, fue una mujer que sabía ofender e insultar de manera profunda y trascendente; por fortuna no lo hacía a menudo, pero sufría arrebatos de rabia, decepción e ira que fulminaban al pobre mortal que se atravesara en su camino. Con buena y justificada razón mi padre llegó a trabajar hasta en tres empleos y volvía a casa en la madrugada. Fue, incluso, gerente de El Forum, en Avenida Insurgentes, un centro nocturno que, según mi saber, fue el único escenario que pisaron en México Jim Morrison y The Doors. El arte de insultar es privilegio de maldades sutiles o eufemismos mortales. No cualquiera sabe cómo ofender si carece del talento necesario para quebrantar los ánimos ajenos.
El párrafo anterior me sirve de cimiento a la hora de comprender a todos los que intentan crear palabras nuevas, lenguas tribales, anatemas novedosos: el lenguaje verbal es capaz de arropar cualquier júbilo e infelicidad, y soporta casi cualquier clase de turbulencias, inclemencias o necedades efímeras. Yo me uno a esta tempestad tan humana y pasional. Los “conceptos” que, según algunos filósofos mencionados en esta columna hasta el hartazgo, representan el bosquejo de una idea que en sí misma es nebulosa, ajena a los contornos precisos y se halla en movimiento constante, se suma también al equipaje verbal del lenguaje, aunque los conceptos sean creaciones más sofisticadas y complejas. No todos podemos dar lugar a conceptos novedosos, firmes o capaces de afirmar y ofrecer nuevas o interesantes tendencias de pensamiento.
Hace varios días una amiga escritora que posee talento real y literario, no demagógico o entregado a la publicidad y a la mala retórica, me narró un episodio vivido en una feria del libro en Saltillo, si mal no recuerdo (me complace que me las comenten ya que, en general, no acudo casi a ninguna). Mi amiga me confió que en la mesa que le fue asignada para compartir con otras mujeres “interesadas” en las letras, la increparon porque había hecho explícito su gusto por Carlos Fuentes. Sus compañeras de mesa utilizaban la palabra “cancelado”, para referirse a ciertos escritores. Fuentes a quien he leído en su totalidad, no requiere ser ofendido e incluso su obra es absolutamente heterogénea: no existe un Carlos Fuentes, sino varios. Lo que despertó mi ataque de risa fue la palabra “cancelado”; como si un aduanero, dictador, sicario o burócrata te condenara a la inexistencia utilizando esa palabra. Por lo demás he afirmado en este espacio que no estoy en contra de que el lenguaje sea utilizado como se les pegue la gana, con la excepción de que sea utilizado como consigna fascista, violenta y discriminatoria; y habría que sopesarlo. No me detendré mucho en ello; a mí me gustaría que quienes utilicen ese tipo de palabras me cancelen, me ignoren, me ataquen, me lleven a la hoguera o me denigren. No importa que quien me cancele haya escrito uno o dos malos libros, forme parte de una célula revolucionaria o sus hormonas tomen una dirección demencial y dictadora. Como he reiterado yo soy un escritor que considera al arte por encima del género, la clase social, el mito histórico o las características étnicas. Creo también que de la mano de otros géneros sexuales, hombres y mujeres podríamos ser capaces de atacar, enfrentar, oponernos a los machismos criminales que lacran una porción de la sociedad. La imaginación y el lenguaje son armas también que nos ayudan en la realización de un objetivo semejante. “Cancelado”, carajo, eso lo hice yo mismo conmigo hace treinta años. Cancelado, vituperado, desarraigado, desubicado, inadaptado, etc... Espero que la anécdota que me ha relatado mi amiga no haya tenido lugar, pero me temo que incluso en el ámbito literario una testarudez de esa envergadura también puede ser posible. Pero “háganle”, exclamaría yo en tono colombiano; nadie va a “cancelarlas”.