La presentación más emotiva y espectacular en la historia del futbol mexicano se la llevó el Chicharito. Jamás había ocurrido algo similar, nunca.

Fue un evento de otra dimensión, de proporciones inimaginables.

Lo que se vivió en el estadio de las Chivas fue inmenso, apoteósico, delirante.

Ni Hugo Sánchez, el mejor jugador mexicano en todos los tiempos, tuvo un recibimiento de tal magnitud cuando tomó la decisión de salir del Real Madrid, para volver a nuestro país con el América. Tampoco sucedió con Rafael Márquez en su vuelta a México, con el León.

Lo de Javier Hernández es digno de una leyenda, de un personaje amado por las multitudes, que pedían su retorno desde hace tiempo.

No exagero. Las imágenes hablan por sí mismas. El tapatío causó desenfreno entre los chivahermanos, los llevó al límite de los sentimientos.

Chicharito apareció en el luminoso escenario, como una estrella, un Mesías salvador, un sabio pastor que —literalmente— guiará a su rebaño a la conquista de la colina.

El compromiso de Javier es gigantesco. Debe responder con su mejor juego a la multitud que llenó el estadio y a cada uno de los aficionados al conjunto rojiblanco.

Se le cumplió a toda la nación chiva, y al propio Hernández, eso de “imaginar cosas ching...”.

El Chicharito —después del frenesí, la fiesta y las entrevistas— necesita meterse de lleno en su última etapa de recuperación, aliviarse totalmente de la lesión de ligamento de la rodilla derecha, para responder en la cancha. Necesita ser el goleador que pide el Guadalajara desde hace años.

Bienvenido, Javier Hernández, que pueda entregarle a Chivas su mejor versión para conseguir los objetivos que pretenden y cerrar de la mejor manera su carrera como futbolista.

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