En 1922, Benito Mussolini encabezó la marcha sobre Roma. Tenía como propósito desmontar la democracia liberal de Italia y hacerse de todo el poder para el partido fascista. Muy poco después lo consiguió. El domingo pasado, en pleno siglo XXI, el Presidente de México convocó a una marcha en apoyo a su persona y a su proyecto. Fue un impulso reaccionario suscitado por la multitudinaria manifestación ciudadana del 13 de noviembre en apoyo a la democracia y la defensa de las instituciones electorales. La diferencia entre las dos primeras marchas es tan grande como el tiempo que las separa. Pero tienen algo en común. Hace cien años la economía y la democracia en Europa estaban en la crisis profunda que se abrió con la Primera Guerra Mundial y el fascismo y nazismo nacientes convocaban a suprimir toda oposición democrática. Hoy en México, AMLO quiere instaurar un sistema en el que solamente prive la voluntad de su partido que es, según López Obrador, idéntica a la del pueblo.

Guardada toda proporción histórica, el denominador común entre ambas “marchas” es que simbolizan la destrucción de la democracia liberal para sustituirla por un Estado en el que, de ser posible, el pueblo sea unificado sin fisuras en una sola voluntad. El fascismo y el populismo tienen esos dos rasgos en común: aborrecen la diferencia y pretenden ser la encarnación de un soberano sin fisuras. En sus fundamentos, esta es la naturaleza del ideario de AMLO-Morena, su razón de Estado. El bienestar del pueblo es lo de menos, por eso han aumentado la miseria, la pobreza y ha caído el poder de compra del ingreso promedio. Por eso no ha importado debilitar los servicios de salud y el abasto de medicamentos; por esa razón importa un bledo dejar a la economía a la suerte del mercado durante la pandemia. De ahí que sea lo de menos tomar decisiones económicas ortodoxas (neoliberales) y pregonar ilusiones populares. A fin de cuentas, siempre hay un “pueblo” que acepte la medida de su propia degradación al entregar su autonomía política a la fantasía de que el gobierno es “suyo”.

El éxito de López Obrador es que, más que cualquier presidente desde Porfirio Díaz, ha hecho uso patrimonial del Estado y sus recursos haciendo creer a muchos la falsedad de que el pueblo gobierna. Eso es lo que celebró con su marcha. Eso es lo que celebraron sus seguidores al asistir a ella.

La otra marcha, la del 13 de noviembre, tiene un significado opuesto. La organizó un puñado de organizaciones civiles y voces independientes que hicieron el llamado con un solo objetivo: defender a las autoridades electorales de la iniciativa de reforma constitucional del Presidente. Por su propio pie, sin acarreo, sin apoyos oficiales, sin dinero público los asistentes se volcaron a las calles en al menos sesenta ciudades. Fue una marcha de la República para oponerse a que se le arrebate su carácter democrático por la imposición de la voluntad de un solo hombre.

El éxito de la marcha ciudadana en defensa del INE y del Trife es muy vistoso. En primer lugar, puso fin a los titubeos del PRI, el eslabón débil de la oposición, para definir su negativa a la iniciativa presidencial. En segundo término, provocó la reacción furibunda del Presidente, pues lo hizo topar con una fuerza contra la que se estrellan sus pretensiones dictatoriales. En tercer lugar, ha fortalecido la voluntad de la oposición de mantenerse unificada en la defensa de la democracia. Finalmente, consiguió que fuera aplazada la reforma para devolver al gobierno el control de las elecciones.

La marcha ciudadana no logró alejar definitivamente el riesgo de imposición autoritaria. El peligro se mantiene, pero si la sociedad democrática, que es mayoritaria, sigue alerta y activa podrá evitarlo una vez más. La mayor lección ha sido que sin ciudadanía activa la democracia puede morir, que el dinosaurio sigue entre nosotros y que puede aplastarnos.

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Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM.
@pacovaldesu

 

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