“¿Quién hubiera imaginado que ?”, preguntó, no recuerdo quién, en su Twitter. La verdad, yo. Cuando tenía 14 años de edad, mientras mis amigos andaban de vacaciones, mi padre me mandó aquel verano a trabajar a una casa de bolsa, dizque para aprender a mover el dinero.

“La tendencia siempre será subir, solo tenga paciencia. A final de año, acabaremos arriba y ganaremos”, aseguraban los hombres de traje y corbata a sus clientes, por teléfono.

Mientras yo suponía: “Llegará un día en que los indicadores colapsen, porque todo lo que sube, tiene que bajar. No hace falta ser un genio para saberlo”, me decía, pero —a la vez— me sentía un pésimo financiero.

Y pensaba enseguida en la ley de la gravitación de Newton, que acababan de enseñarme en la escuela, y también en las pelotas de ping-pong que nos encantaba lanzar contra la pared a mi hermano y a mí, en el salón de juegos de la casa en la que crecimos, donde varias veces mi papá nos regañó por estropear el tirol de sus muros. El techo era bastante alto y la pelotas terminaban abolladas al caer.

 

Según Wikipedia, el tenis de mesa es el deporte olímpico con mayor número de practicantes en el mundo: 40 millones de jugadores, quienes —cada cuatro años— buscan un boleto a la máxima justa deportiva.

El dato me parece confuso, pero de aquí a que el futbol reviva, lo daremos por cierto. Mis vecinos, un agradable matrimonio más o menos de nuestra edad, acaban de comprarse una mesa de ping-pong.

O, por lo menos, eso creo. A lo mejor ya la tenían desde antes y apenas me di cuenta en el encierro. Cuando salgo al patio y escucho del otro lado de la pared ese pequeño y característico golpeteo de la pelota contra la mesa, me da pena imaginar que entonces mis gritos, los de mis hijos y mi mujer deben oírse un kilómetro a la redonda.

Sólo me tranquiliza que los vecinos son con quienes menos suele verse uno en la vida, porque —si no— qué vergüenza. El domingo, probablamente luego de que uno de los dos perdiera la final de su torneo del Día de las Madres, se escuchó un tremendo raquetazo que pareció mandar la pelota al cielo.

Afilé el oído, en espera del impacto, pues siempre me calma saber que ya todo está en su lugar. Tardó tanto en caer que me dio tiempo de pensar que quizá este será el peor año en la historia de los mercados financieros...

Y, claro, de las jacarandas, pues casi no fueron vistas y ellas viven de eso. Al final, como suele ocurrir, la pelota cayó.

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