Me gusta pensar eso de que, en algún lugar del mundo, siempre existirá una persona mejor que nosotros; que no importa a lo que nos dediquemos, invariablemente habrá alguien que nos supere. Da igual la profesión o el oficio: financiero, diseñador, abogado, médico, publicista, poeta, contador de lunares, cantante o deportista. En el sitio menos pensado, existe un ser capaz de superarnos en este instante.

¿Pero será que, al día de hoy, viva sobre la faz de la Tierra un hombre cuyo nombre desconozcamos, capaz de correr más rápido que el actual campeón italiano olímpico de los 100 metros?, ¿o, incluso, que alejado de los reflectores, de los cronómetros y los medios de comunicación, alguien pudiera bajar del récord de los 9.58 segundos que aún ostenta Usain Bolt, simplemente por un talento nato?

Me vino este tema a la cabeza cuando cuando corría, otra vez, en mis habituales Viveros de Coyoacán y me rebasó una mujer a un paso descomunal.

Me cuesta trabajo creerlo, pues se trata de atletas dedicados en cuerpo y alma a la velocidad y a bajar sus tiempos en apenas centésimas de segundo, dado que se encuentran ya al límite. Deportistas que se desviven por destacar en sus disciplinas, así como para que —de la nada— surja un tipo superdotado que los deje atrás sin decir “agua va”. Es difícil pensarlo, aunque fascinante, porque —al final de cuentas— todo, absolutamente todo, es posible.

¡Cuántos Messis no habitarán el planeta!, ¡cuántas niñas y niños superdotados con la pelota que nunca vestirán la camiseta de ningún equipo! Cuántos bailarines fantásticos que no volarán sobre escenarios. Tantos pequeños, jóvenes y adultos prodigios cuyas habilidades y dones no saldrán a la luz o en los shows televisivos en los que hoy suelen descubrirse a las nuevas promesas.

Pero tampoco es menester brillar en una pantalla para deslumbrar. Guarda también cierta belleza que en los rincones más remotos de nuestros pequeños universos fulguren pequeñas estrellas a las que no siguen millones, sino apenas los más conocedores de la comunidad. No es obligatorio saltar a la perturbadora fama; a veces, resulta más condecorante mantener el perfil bajo de la grandeza y la sabiduría.

No todo tiene que ser tan magnánimo, es cosa de aprender a apreciar los tesoros escondidos, de disfrutar de una obra maestra de la literatura en un engargolado que jamás publicará una editorial, o de las genialidades futbolísticas de un grupo de niños de quinto de primaria, en un partido de escuela, sin esa imperiosa necesidad de pensar en más.

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