A juzgar por lo que se ha visto en el resto del mundo, a juzgar por el nivel de contagios que tenemos en el país, a juzgar por las medidas que se han decidido implementar desde la administración federal, el lunes 30 será, en el mejor de los casos, un día complicado.

Millones de niños regresarán a clases. Los más afortunados –entiéndase, aquellos cuyas familias se encuentran en el nivel socioeconómico más alto– lo harán ya sea a través de un sistema híbrido o presencial con todas las protecciones y la seguridad que se puede tener en estos tiempos. Habrá, en las escuelas que mejor han entendido la transmisión en virus y que pueden costearlo, medidores de partículas en el aire. Habrá ventilación. Habrá gel.

Pero el riesgo seguirá latente por varios motivos. La proximidad y los espacios cerrados siempre serán caldo de cultivo del virus. El hecho de que sean niños –algunos más responsables que otros, algunos ya en edad suficiente como para entender las consecuencias de los descuidos, otros pequeños y más propensos a un descuido– agrega otra capa de complejidad.

El hecho de que cada uno tenga un sistema de protección distinto –hay desde padres que no tienen contacto con nadie hasta quienes viven como si el covid fuese cosa del pasado– también es una variable importante.

Los maestros, por su parte, han recibido una vacuna cuyos resultados de fase III todavía no se conocen. Se sabe, por estudios hechos en el extranjero, que la protección de esta vacuna de una sola dosis baja considerablemente con el paso del tiempo –al igual que las demás, pero de forma más rápida–. La propia compañía ha sugerido dar un refuerzo a quienes hayan recibido una de sus vacunas. Pero eso no parece estar en los planes del sistema educativo, al menos no por ahora.

Aquellos maestros que puedan –en las escuelas privadas de mejor sueldo– viajarán a Estados Unidos para vacunarse otra vez. Pero será un porcentaje microscópico. El resto tendrá que extremar precauciones.

Y estos últimos párrafos sólo se refieren a las escuelas privadas. En las públicas todo riesgo aumenta de manera exponencial.

A pesar de que existe esta noción romántica de que “padres y maestros” resolverán los problemas de las escuelas, el presupuesto para regresarlas al ya precario estado en el que se encontraban prepandemia es ínfimo si no es que nulo. Hay reportes de mobiliario robado, de destrozos, de abandono. A eso agreguemos la cantidad de instalaciones que no cuentan con agua corriente. Sí, el coronavirus se transmite por el aire, pero el lavado de manos sigue siendo de suma importancia. Para subsanar, los alumnos llevarán su propio gel porque ni eso se les pudo otorgar del presupuesto federal. Correrá por cuenta de los padres el gasto extra en tiempos que son económicamente complejos, por decirlo amablemente.

En escuelas llenas, de espacios cerrados, sin adecuaciones de ventilación, sin medidores, sin material necesario, todo se complicará más.

Pero entramos a un dilema irresoluble. Porque todo esto aquí contado debe sopesarse con el hecho de que los niños en México llevan más tiempo encerrados que en casi todos los otros países del mundo. El nuestro fue de los primeros en detener clases y será de los últimos en reanudarlas. El desarrollo sicológico de los niños es fundamental. Sus relaciones sociales también. El aprendizaje ni se diga. En México, donde el internet está lejos de llegar a todos los hogares, no hay ningún sustituto general para el aprendizaje presencial. No volver empeora todo.

Los padres y madres de familia tendrán que tomar decisiones conforme a su contexto. Los que tengan mayor manga serán los que tengan mejor nivel económico. Los que menos tengan serán, como siempre, los más afectados.

Demos por descontado que la pandemia ha acelerado la brecha educativa entre ambos grupos: ahora, dado el manejo que se le ha dado a esta crisis, la brecha seguirá ampliándose. La única manera de intentar reducirla será exponiendo a millones de niños (y a miles de maestros) todo porque el derecho que tienen –consagrado en el artículo tercero constitucional– no puede ser mínimamente garantizado por el Estado actual, a pesar de que hubo meses, muchos meses, para diseñar un regreso a clases que redujera el peligro lo más que se pudiera en estas circunstancias.

Pero como dicta la costumbre, todo fue al aventón.

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