En particular en tiempos de pandemia, pero ya desde hace más de dos décadas, los humanos han mudado partes considerables de su vida al internet. Compran, venden, contratan, juegan, ven, comparten; hay un sinfín de verbos que describen la actividad de las personas en la red.

En ese giro hacia lo práctico –la idea de un solo clic para lo que sea–, muchas veces evitamos fijarnos en todo lo que conlleva. Esos acuerdos para usuarios que son hilos e hilos de palabras incomprensibles; contratos que uno tiene que aceptar si quiere hacer uso de alguna aplicación o servicio. Ahí es donde uno regala toda su información personal: sea su género, sus gustos; en casos más agresivos hasta sus datos biométricos –como ahora piden algunos bancos para realizar transacciones, por ejemplo–. Mientras más nos acomodamos en la red y más dejamos el mundo real, esta práctica se convierte en rutina.

El asunto es que esos datos son más valiosos que el oro, tanto en el mercado negro como en el lícito. Como explica de forma magistral la filósofa Carissa Véliz en su libro Privacy is power (Bantam Press, 2020; sin traducción aún al español), estamos hablando de una industria multimillonaria. Desde el celular que revisamos tan solo despertar, al reloj inteligente que cuenta nuestras calorías y nuestro pulso, hasta nuestros refrigeradores y televisiones. Todo instrumento emite datos, todo instrumento emite pulsos. Nuestros electrodomésticos –palabra antediluviana para referirnos a los enseres caseros– están en contacto constante entre ellos mismos y con sus fabricantes. Según esos contratos firmados pero no leídos, pueden grabar nuestras conversaciones: palabra que se diga en frente de ellos, palabra que se remite a toda una industria. Y esa industria sabe perfectamente qué hacer con la información: vender, controlar. Nos hace cautivos.

Por eso los anuncios en nuestras redes sociales de productos que nos interesa comprar, por eso las computadoras de nuestros seres queridos muestran esos mismos productos como sugerencias. Digno de ciencia ficción, pero un mundo nos vigila. En un futuro sabrán hasta el detalle más íntimo de nuestras vidas –si es que no lo saben, ya–.

El libro de Véliz –seleccionado por The Economist como uno de los mejores de 2020– propone varias soluciones. La más fuerte, sin duda, es la prohibición del comercio de datos. Pero para que esto suceda, tendría que haber una revolución legislativa y social: las leyes actuales apenas y contemplan que las personas somos dueñas de nuestra información. Y la sociedad tendría que hacerse consciente de cuánto pierde cuando regala esos datos.

No por nada, como ha alertado el colectivo R3DMX (r3d.mx), en México se gesta una nueva reforma legal en estos días para que la venta de celulares requiera la entrega de datos biométricos a un registro nacional. No sólo se trata de una invasión a la privacidad; se trata también de un peligro enorme: la semana pasada la Secretaría de la Función Pública alertó al INAi del robo de una base de datos con información confidencial de un gran número de funcionarios federales. Suplantar la identidad de alguien nunca ha sido tan sencillo.

El primer paso, entonces, es algo engorroso pero necesario: tenemos que hacer un esfuerzo por entender a qué consentimos cuando damos clic en ese botón de “estoy de acuerdo”. Es primordial para saber qué regalamos y a quién. De lo contrario no nos sorprendamos cuando suceda lo peor.

Posdata

Carissa Véliz es mexicana. También es profesora asociada en el Instituto de Ética para la Inteligencia Artificial de la Universidad de Oxford. Tema para otro texto pero deberíamos preguntarnos como sociedad por qué nuestros talentos emigran para no volver.

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