Parece que fue hace siglos y pocos recuerdan su nombre, pero Steve Bannon fue, durante unos meses, el hombre más poderoso de Estados Unidos. Asesor durante la campaña presidencial de Donald Trump, asesor durante su primer año como presidente, Bannon fue el artífice de las políticas más duras y radicales de Trump: la discriminación contra los musulmanes, la construcción del muro, el nacionalismo protofascista. Bannon fue el ideólogo de eso.

Pronto cayó en desgracia, pues Donald Trump pensó, correctamente, que Bannon le robaba cámara. Mucho se hablaba del asesor y poco del presidente.

Pero Bannon era un genio. Gracias a él Trump llegó al puesto político más importante del mundo y gracias a él mucho ha cambiado en el panorama internacional: la estrategia que hizo de Trump un candidato viable a la presidencia y las técnicas que utilizó para cooptar la estructura estatal han sido ejemplo para muchos. Sobre todas ellas, sin embargo, es la estrategia de comunicación la que lamentablemente ha sido exportada con mayor éxito.

En México, por ejemplo, es posible –o al menos coincidente– que el gobierno haya retomado el principal consejo de comunicación de Bannon, el cual le explicó en 2018 al periodista y escritor Michael Lewis de la siguiente manera: “El partido Demócrata no importa. La verdadera oposición son los medios de comunicación. Y la manera de lidiar con ellos es atascar el campo con mierda”.

¿A qué se refiere con eso? Sencillo: a empantanar la conversación pública de tal manera que los medios no sepan a dónde voltear. Es poner cuatro conferencias de prensas diarias aunque no haya nada que informar. Es responder una pregunta con un monólogo de media hora que no se relaciona en forma alguna con lo preguntado.

O, más comúnmente, es darle vuelo a tantas ocurrencias como sea posible. Si la prensa se desgasta en cubrir cada frase y cada epíteto –porque si en algo se ocupa este gobierno es en hablar, no en hacer–, a la larga todo se vuelve relativo y todo pierde importancia.

Algunos ejemplos entremezclados: este fin de semana hubo una estéril e innecesaria discusión sobre si Hugo López-Gatell fue invitado por la Organización Mundial de Salud para formar parte de un panel que diera pie a un nuevo reglamento mundial sobre COVID-19. La discusión fue sobre si en verdad lo invitaron o el gobierno lo propuso.

Hace unos días el presidente negó que el país estuviera en los primeros lugares de América Latina respecto a las muertes por COVID-19. Días antes, un viernes por la tarde, se aprobó un decreto que le daba la puntilla a las energías limpias en el país.

Al mismo tiempo, la secretaría de Hacienda exigió a todos los organismos del Estado que reduzcan su gasto operativo en 75% para que se les siga dando dinero. Esto implica que el Estado, para efectos prácticos, entró en parálisis hasta nuevo aviso.

Y así nos podemos ir mes con mes, día con día. Entre discusiones nimias sobre si lo que se dijo se dijo o no se dijo y si en verdad importa, intercaladas con actos verdaderamente preocupantes, pero que pasan de largo entre tanto ruido. Más cuando el gobierno acostumbra a negar lo dicho en un inicio para intentar dejar en ridículo a quien lo reportó. Como la semana pasada que alguien renunció pero no renunció.

Eso, en esencia, es “inundar el campo de mierda”. Crear un ambiente colectivo en el que lo importante deja de serlo, y lo que no adquiere dimensiones desproporcionadas. Un ambiente en el que el cierre de los centros de investigación científica por falta de presupuesto pasa de largo porque la OMS escribió una carta ambigua –una bagatela– que puede interpretarse de múltiples maneras.

Nos están inundando el campo y sólo atinamos a discutir sobre la calidad del abono con la que lo hacen. No sobre cómo salir. He ahí el problema.

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