Desde la llegada de la pandemia a Occidente a principios del año pasado, la ciencia ha tenido que luchar de manera innecesaria contra la política. Si bien es cierto que todo lo que se sabe sobre el covid-19 se ha tenido que aprender durante la marcha –al principio el enfoque principal era sobre las superficies, ahora se sabe que el aire es lo importante–, los descubrimientos de los últimos meses nos han llevado a entender el virus y a encontrar maneras de combatirlo: no a corto plazo, pero el fin de la pandemia ya puede avizorarse.

Pero una ola anticientífica provocada por diversos políticos ha hecho todo lo posible por detener los avances que ayuden a combatir a un virus que ha matado, según las cifras más recientes, a 2.3 millones de personas.

Hay algunos que de manera abierta se enfrentan a las vacunas, a pesar de los resultados científicos que demuestran su eficacia. Lo que los especialistas consideran el Santo Grial en esta lucha contra la pandemia, para varios no es más que un intento por controlar a la población.

Otros han minimizado la severidad de la epidemia y han vivido resultados desastrosos en carne propia; eso sí, sin consecuencia alguna para sus puestos. Por no entrar en modo de emergencia a tiempo, la epidemia ha arrasado con las poblaciones más vulnerables de varios países y con los hospitales también. Por no escuchar a quienes saben, han contribuido a un daño irreversible.

El personal médico, la primera y última línea de defensa en contra del coronavirus, ha sido una de las principales víctimas de las decisiones desinfomadas de la clase política.

Este enfrentamiento entre creencias y verdad ha derivado en una confusión y un daño a la población del planeta. A pesar de la alta desconfianza que generan los políticos entre la ciudadanía, siguen siendo sus representantes. La gente los elige para gobernar y para dirigir. Por algo se les describe como líderes a quienes ocupan los puestos más altos de gobierno: no solo son quienes actúan a nombre de los gobernados sino son quienes ponen el ejemplo a seguir. Aunque a algunos les dé risa, hay quienes encuentran en los políticos a sus referentes éticos y morales.

No obstante, la obcecación frente a la ciencia, frente a los datos, frente al desarrollo ha costado ya incontables vidas a nivel mundial. Lo peor es que lo que primero ocurrió por desinformación ahora ocurre por tozudez. Cada día se publican más estudios, cada día hay mejores resultados. Cada día se confirma con mayor certeza algo fundamental: es necesario cumplir con ciertas normas básicas para detener los contagios del coronavirus. Mantener distancia. Lavarse las manos. Y, sobre todo, utilizar cubrebocas.

No es un asunto de libertad personal. Se trata de una decisión colectiva. Mientras más gente lo haga, más difícil será la transmisión del virus. Dado que la producción y distribución de vacunas no avanza al paso que quisiéramos, una de las pocas herramientas disponibles es ésa. No lo dice quien esto escribe, no lo dice un hijo de vecino. Lo dice la ciencia. Ésa que nos ha llevado a ser la sociedad que hoy somos.

Por ello es a la ciencia a la que debemos escuchar. Los políticos irán y vendrán. Los presidentes y primeros ministros serán reemplazados cuando cumplan con sus períodos. Pero los virus, ésos seguirán reproduciéndose y seguirán mutando. Ya lo han dicho los especialistas, la siguiente pandemia podrá ser mucho peor que la actual. Hay que estar preparados.

Si no le hacemos caso a los datos, a los científicos y a la razón, corremos el riesgo de una catástrofe mayor. Y cuando eso ocurra, los políticos de hoy no rendirán cuenta alguna. Estarán enfocados en llevar a cabo su siguiente ardid, como si no hubieran jugado papel alguno en la crisis que hoy se vive.

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