Tres horas y 11 minutos es lo que duró la conferencia de prensa matutina más larga del presidente, llevada a cabo ayer en Palacio Nacional .

Salvo por la duración del evento, lo demás fue irrelevante. El contenido fue el mismo que los días anteriores: como cada mañana, se dedicó a denostar a quien no piensa como él. Como cada mañana, se dedicó a recordar el 2006 –año fundacional de la mitología en la que sostiene su gobierno–. Porque toda acción, toda reacción, toda política pública, responde a lo que a él piensa que le hicieron ese año.

Por eso en días recientes sacó el tema cuando se negó a reconocer el triunfo de Joe Biden en la contienda presidencial estadunidense: porque a Donald Trump los gobiernos extranjeros le están haciendo lo que le hicieron a él; rápido recordó que el presidente de España llamó a felicitar a Felipe Calderón tras la elección de hace 14 años. (Porque el mundo opera con la estructura priista en la que creció el presidente, por lo visto.)

Por eso cada tanto escuchamos de intentos infructíferos de extraditar al empresario Carlos Ahumada de Argentina. Los videoscándalos, a los cuales culpa de su derrota, están bien arraigados en este mito. Incluso, podría aventurarse, a eso responde el trato tan duro a Rosario Robles en prisión: otro personaje central en la trama que le cambió la vida para mal.

Porque el 2006 es –por usar la terminología de moda– un punto de inflexión en su carrera política. Un proceso electoral que si bien desaseado, nunca pudo demostrarse fraudulento.

En gran parte por la falta de evidencia y de pericia legal de quien reclamó fraude en su momento: baste recordar que se pidió el recuento, y la anulación del proceso, al mismo tiempo.

Es de ahí que se sostiene la cosmovisión de quien despacha en Palacio Nacional, y es de ahí que se toman decisiones de política pública en este sexenio.

La narrativa sólo se ha ido endureciendo conforme avanzan sus días en el gobierno. El fraude no sólo sucedió en 2006: hace una semana habló de fraudes en todas las elecciones anteriores de las suyas, incluso las de 1994 y las de 2000, las más pacíficas y transparentes del México moderno.

También metió en el mismo saco la de 2012, aquella en la que un cerdo, un chivo, dos patos y tres gallinas fueron presentados en tribunales como prueba irrevocable de que algo olía mal. (Era el chivo.)

Y gracias a ese fatídico día en 2006 es que ha moldeado su actuar. En la lógica presidencial, si el acto fundacional fue fraudulento, lo que se siguió en los sexenios posteriores también –aunque, en mucho mayor medida, lo que hizo Felipe Calderón–. Por eso si Calderón ordenó cierres durante la crisis de AH1N1, el presidente no los ordena. Por eso si Calderón dice equis, el presidente hará ye.

Es un modelo que sólo opera en valores absolutos, y que conlleva, por lo tanto, resultados en blanco y negro: la peor caída en la historia del PIB, la peor ola de violencia en la historia del país, la peor catástrofe de salud en un siglo.

El problema, como decía Carlos Bravo hace unos días es que “las relaciones internacionales de México no pueden basarse en los traumas del presidente”. Agregaría como colofón que tampoco el manejo del país. 125 millones de mexicanos no tienen la culpa ni deben sufrir las consecuencias de que uno de ellos, uno, viva cada mañana un día de la marmota en el que, según él, le robaron una elección.

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