Pasado el 1 de julio de 2018 se hizo un vacío de gobierno; la administración saliente desapareció para efectos prácticos y su lugar lo tomó la administración que aún no entraba en funciones. Sin embargo, con la máxima de que había que comprimir dos sexenios en uno, el gobierno recién electo comenzó a realizar actividades paralelas al período de transición, las cuales se formalizaron en diciembre, cuando el presidente oficialmente asumió su puesto.

La primera actividad, y la más vistosa, fue la consulta respecto al proyecto aeroportuario en Texcoco. Con ínfima participación, ningún control legal y una pregunta que inducía la respuesta, se concluyó con base en la decisión “del pueblo”, que había que detener la construcción del aeropuerto y comenzar a construir otro.

La segunda, que pasó de noche, fue la puesta en marcha del llamado “Censo del Bienestar”. A pesar de que el Estado cuenta con un organismo autónomo y más que confiable para recabar información, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía –el INEGI–, el gobierno optó por crear una estructura nueva. Una que obtuviera los tan cacareados “otros datos”. Por fuera, sin guía clara, y con los famosos “servidores de la Nación” al frente –los cuales, determinó la autoridad electoral, hicieron propaganda indebida al presidente por portar su nombre en la vestimenta–, así se levantó el primer censo que no es censo del sexenio.

Un censo que no es censo porque nadie sabe qué es. Y si alguien en el gobierno lo sabe, no lo dice, porque la información de cómo funciona es totalmente opaca. Como bien ha documentado a lo largo de meses en Twitter el académico Luis Ángel Monroy-Gómez-Franco (@MGF91), hay al menos 10 solicitudes de transparencia a las autoridades responsables que no derivaron en ninguna respuesta clara.

Bueno, sí, en mofa en redes sociales por parte de los responsables. “Ya relájate, tómate tu rivotril” (sic, https://twitter.com/alexrobledof/status/1254474019052675080), le dijo Alejandro Robledo Flores, quien según Declaranet es coordinador de asesores en la Secretaría de Bienestar, a Monroy-Gómez-Franco cuando alzó la voz.

A pesar de los insultos, durante las siguientes semanas diversos académicos presionaron a la autoridad para que explicara lo más básico: qué quería medir el Censo de Bienestar, a quiénes encuestó, cuál fue la metodología y qué preguntas se hicieron. Sólo así se podría saber qué esperar del programa y cómo medir los resultados de un levantamiento que, según el propio gobierno, definirá las políticas públicas sociales de todo el sexenio.

Y para entender algo que apremia en estos momentos: el Censo es la base con la cual el gobierno está otorgando créditos frente a la situación económica que ha causado la epidemia de coronavirus. Es decir, si uno no está censado no puede pedir crédito. Fundamental, entonces, saber cómo se decide a quién se destina el dinero.

Aun así, la misma respuesta. Hasta que el 14 de mayo, Gabriel García, coordinador general de Programas para el Desarrollo, anunció que los datos iban a estar disponibles a partir del 18. Finalmente se sabría cómo el gobierno levantó un censo alterno.

Pues no. Porque lo presentado es igual a lo anterior. Cito a Monroy-Gómez-Franco y a Paloma Villagómez, quienes publicaron un análisis al respecto ayer (https://www.nexos.com.mx/?p=48151): “No hay cuestionarios, no hay tabulados básicos, no hay información sobre el balance del operativo de campo —cómo verdaderamente ocurrió, no cómo se planeó—, no hay manuales de los entrevistadores, de los verificadores o de los supervisores y, por supuesto, no hay base de datos”.

Ni siquiera “otros datos”. Nada.

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