Han pasado ya cinco meses desde que inició la contingencia por la COVID-19, sin duda uno de los desafíos más grandes en la historia de la humanidad. Invisible e inaprensible, el virus que ha modificado la cotidianidad de miles de millones de personas en el mundo, ha afectado no solo la salud de la población; sus daños colaterales son cuantiosos y, sin duda, ha intensificado las ya de por sí inaceptables brechas de desigualdad y, con ello, la persistencia de sus grandes problemas derivados de aquella. Pobreza, marginación, migración, daño ambiental, y sus consecuencias se dejarán sentir muy pronto en la intensificación del deterioro de la calidad de vida de la población del planeta.
Para la educación en general, la aparición del coronavirus ha representado uno de sus más grandes puntos de inflexión. Recientemente la Organización de las Naciones Unidas, ha señalado que el mundo enfrenta una catástrofe generacional educativa con la mayor paralización de la historia y el cierre de escuelas en más de 160 países equivalente a aproximadamente 1500 millones de estudiantes que dejaron de asistir a la escuela. Las universidades e instituciones de educación superior (IES) de prácticamente todo el mundo han cerrado sus puertas. Pero, ¿para la educación superior mexicana cuáles han sido y serán las rutas y los retos principales a enfrentar?
Con temor a equivocarme y en las condiciones de la diversidad que caracterizan al sistema de educación superior mexicano, planteo una ruta y un reto que me parecen fundamentales. La primera se trazó al iniciar la contingencia, y fue la imperiosa necesidad de implementar acciones para mantener activa la vida académica, principalmente la docencia, en prácticamente todas las instituciones de educación superior. Acorde con sus contextos, circunstancias, aprendizajes acumulados y recursos; cada una tomó las decisiones necesarias, fueran colegiadas o individuales, para la continuidad. Quizá lo más sorprendente en esta ruta fue el gran revuelo que causó para muchos la decisión de mantener las clases y asumir una asimétrica, defectuosa e incomprensible transformación de la educación presencial a la virtual, remota, a distancia, o como prefiramos llamarla. Esa metamorfosis evidenció lo que ya sabíamos, la desigualdad es, como en casi cualquier espacio social, el gran lastre que ha enfrentado la educación superior mexicana.
Como casi siempre ocurre, el cambio drástico también dio lugar a todo tipo de
discursos, algunos carentes de argumentos, pero oportunos políticamente para hablar de un tema sobre el que un grupo de académicos han venido estudiando seria y estructuradamente.
Así, en medio de sólidos debates y una que otra ocurrencia, en la mayoría de las universidades e IES, concluyeron las actividades docentes del primer ciclo escolar del año 2020. Sería muy valioso abrir espacios de reflexión interinstitucionales con la participación de todas y todos los actores involucrados, para valorar las experiencias y los aprendizajes pedagógicos, técnicos y de gestión, derivados de la “gran transición”, porque los cambios apenas están comenzando. Hasta aquí la primera ruta que tiene todavía un largo trecho por recorrer.
Una vez andado este camino y pasado el trago amargo del cambio obligado, hoy enfrentamos, además de la continuidad, el reto del nuevo ingreso de miles de jóvenes a la educación superior.
Los últimos días hemos visto las medidas que algunas universidades e IES están tomando al respecto. Por ejemplo, la UAM ha aplicado su examen de ingreso vía remota; mientras que la UNAM ha anunciado que éste se llevará a cabo de manera presencial tomando las medidas sanitarias necesarias para evitar la propagación del virus. La UQRoo comunicó la suspensión de su examen de admisión, salvo para la licenciatura en medicina; tanto por la suspensión de actividades presenciales, como por su incorporación al “proyecto rechazo cero” que impulsa el gobierno a través de la SEP. De igual forma, la BUAP y la UdeG informaron que aceptarán a todos los aspirantes a la preparatoria ofreciéndoles un lugar y otorgándoles una beca en ciertos casos. Hay casos como el de Chapingo, que han experimentado otros modelos de ingreso que promueven la equidad, y siguen debatiendo sobre el nuevo ingreso.
¿Qué implicaciones puede tener una u otra decisión en el contexto actual? No olvidemos la obligatoriedad y gratuidad de la educación superior, la grave crisis económica, las reservas presupuestales aplicadas a algunas universidades y las históricas asimetrías y brechas interinstitucionales. Frente a la pandemia el asunto más importante en términos del acceso es la equidad, que implica no sólo otorgar un lugar a los jóvenes en la educación superior y que, aparentemente, se resuelve con el ingreso irrestricto y no mediado por exámenes de admisión. La equidad requiere compensar las desigualdades de origen, que desde luego no se remedian solo con un apoyo económico; demanda garantizar la permanencia y conclusión de los estudios de nivel superior, asociados al logro de los aprendizajes, lo que rebasa la credencialización y busca el desarrollo pleno del ser humano para sí y para la sociedad; dicho en palabras de Freire, la educación como proceso de transformación.
En un momento de crisis como el que vivimos no debemos confundir ingreso con igualdad, equidad y justicia educativas. Las estrategias que se implementen deben ser valoradas a la luz de
los recursos y las capacidades institucionales disponibles. Garantizar el acceso no es suficiente, es necesario intervenir con acciones afirmativas claras y contundentes, de lo contrario solo se reproduce la desigualdad y se recrudece la inequidad entre estudiantes, profesores e instituciones. Que la crisis por la COVID-19 no se constituya en un pretexto para retroceder en cuanto equidad ¿y excelencia? en la educación superior. Es probable que estemos frente a una nueva etapa de expansión de la educación superior, pero no olvidemos que dejarla a la improvisación podría tener efectos no deseados. Ya lo vivimos.