Para el ocaso del Segundo Imperio Mexicano, la popularidad de los monarcas menguaba incluso entre sus más fervientes partidarios. Más allá de las derrotas militares, la imposibilidad de engendrar un heredero contribuyó a desprestigiar la figura de Maximiliano de Habsburgo. Los mismos emperadores no podían ignorar el asunto, al grado de que se habló de un supuesto consentimiento por parte de Carlota para que su consorte tuviera hijos con otra mujer. Bertita Harding, en una de la primeras novelas que se escribieron sobre el periodo, imagina a la princesa de Bélgica diciendo “si quieres un niño propio, mándame lejos, yo te amaré a la distancia”.

Para junio de 1866, fecha en la que Napoleón ordenó la retirada paulatina de sus tropas, sólo cierto sentimiento de orgullo y obligación evitaba la abdicación. Fue este decaimiento del proyecto monárquico, junto al hábito del emperador de recluirse en Cuernavaca, lo cual originó un creciente rumor, a pesar de su falta de coherencia y fundamento, que se volvería una verdad aceptada por algunos historiadores serios: la concepción de un hijo bastardo con una mujer oriunda.

El cotilleo no sería trascendente en su tiempo; por una parte, porque se dio en un instante en el que el concepto del imperio era visto como un fracaso, por otra porque contradecía a las gestiones que el austriaco había realizado para asegurar su línea sucesoria. Konrad Ratz advierte: “Maximiliano nunca adoptó en un sentido jurídico a los dos nietos de Agustín de Iturbide, aunque sí los elevó al rango de príncipes imperiales […]. Maximiliano se dirigió a su hermano Carlos Luis y lo invitó a cederle a uno de sus hijos, que sería ‘hijo y heredero del emperador y la emperatriz de México’. Su intento secreto fue reservar la herencia del imperio a otro Habsburgo, pero el archiduque Carlos Luis no accedió. Sin embargo, cuando muchos mexicanos vieron en el pequeño Agustín de Iturbide el sucesor del emperador, Maximiliano no hizo nada para desmentirlo”.

La historia del hijo ilegítimo se volvería relevante más de cuatro décadas después, debido, probablemente, a la publicación del tercer tomo de las memorias del coronel Charles Blanchot, quien afirmaría: “¡Qué extraño capricho del destino! En el momento que la corona oscilaba sobre la frente del emperador de México, una criatura venía al mundo en este oasis de Cuernavaca, donde el monarca había encontrado a su Eva... ¡y su manzana! ¡Qué decepción! ¡La presencia de este vástago ilegítimo probaba que habría podido tener uno legítimo!” Aunque Blanchot no tendría mayor fuente que las cartas de un oficial de caballería, la idea de que Maximiliano hubiera procreado con una mexicana causó revuelo. Para los lectores europeos fue una anécdota llena de exotismo, para los mexicanos, el que el aura de las instituciones monárquicas siguiera latiendo, estimulaba la imaginación de un pasado idealizado.

Un fragmento de la obra del francés, en particular, estimuló múltiples relatos y conspiraciones: “¿Cuál podría ser el destino, sin duda lamentable, de este infante que hoy sería un hombre de cuarenta años?” Varios personajes habrían de declararse hijos perdidos de Maximiliano, sin embargo, uno en particular logró colarse entre círculos de intelectuales, comerciantes y diplomáticos. Se trataba de un individuo sórdido que supo utilizar su atractivo y facilidad de palabra para realizar todo tipo de estafas.

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