Desde que adquiere conciencia de pertenencia a una civilización, el ser humano ha buscado medios seguros y eficaces para disponer de su patrimonio y evitar su pérdida tras su fallecimiento. Como es sabido, el derecho mexicano tiene su fuente en el romano y el testamento fue una clara invención de éste.

En Roma, elaborar un testamento revestía normas muy rigurosas. Por regla general, se hacía en presencia de los pontífices máximos, con el consentimiento del titular, de forma oral. La asamblea, convocada a comicios, lo que únicamente ocurría dos veces al año, fungía como testigo de calidad e incluso deliberaba sobre la aceptación o no del documento. A pesar de su complejidad, morir intestado constituía un deshonor.

En 1859 se encargó la elaboración de un proyecto de Código Civil a Justo Sierra O'Reilly, el cual sirvió de fundamento al que finalmente fue aprobado por el Congreso el 8 de diciembre de 1870. Dicha normativa refrendó que para lograr la certeza del testamento e impedir su falsificación, además de un fedatario público, se incluyeran testigos que le dieran mayor seguridad. Es curioso que Benito Juárez, siendo abogado y promotor de esta legislación, jamás hizo testamento.

En 1884, gracias al pleito conyugal entre el presidente Manuel González y Laura Fernández de Arteaga Mantecón, se eliminó la obligación de repartir porciones forzosas de la herencia a la esposa y a los hijos, estableciéndose la absoluta libertad del testador para dejar todos sus bienes a la persona que le plazca, sea pariente o no.

Las legislaciones subsecuentes mantuvieron las mismas reglas y solemnidades. No fue sino hasta 1994 que se hizo una importante modificación, ya que se suprimió la exigencia de que tres testigos, que no fueran familiares de los beneficiarios, acompañaran conjuntamente al testador ante el notario, lo que desalentaba el ejercicio de esa potestad. Desde esa fecha, testar es tan sencillo como concurrir ante el notario, en cualquier tiempo, y hacerlo.

En 2000 se creó el programa “Jornada Notarial” que, entre otros, tiene por objeto que los herederos, al momento de adjudicarse, obtengan reducciones en cuanto al pago de las contribuciones que se generen. Por último, en 2003 la Secretaría de Gobernación convocó al notariado mexicano para llevar a cabo programas que fomentaran el otorgamiento de testamentos, comprometiendo el cobro de honorarios accesibles a la población.

Poco a poco, el mes de septiembre, además de ser fecha propicia para recordar nuestra mexicanidad, la que incluye ese supuesto arrojo ante el hecho inevitable de la futura desaparición física, se ha convertido en un valioso recordatorio de que se debe otorgar testamento, si es que se pretende que nuestros herederos nos recuerden con afecto y no con el estigma de los inconvenientes, gastos extraordinarios y aun pleitos que les dejamos encima, todo por nuestra indolencia.

A pesar de todas las facilidades, campañas de difusión, subsidios y de su propia importancia, de acuerdo a la información emitida por el Colegio de Notarios de la Ciudad de México, en nuestro país sólo una de cada 20 personas con capacidad de testar lo ha hecho y 30% de estos actos de última voluntad se concentran en la capital.

Testar no sólo implica resolver quién será el dueño de los que fueron nuestros bienes, sino comprende situaciones quizá más trascendentes, tales como elegir a la persona que nos sustituirá en la guarda y custodia de nuestros hijos menores de edad. No ejercer ese derecho conlleva autorizar que otros, ajenos a los vínculos de la familia, decidan lo que no fuimos capaces de hacer.

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