La extensa vida del escritor guatemalteco Luis Cardoza y Aragón (1904-1992) estuvo marcada por sus pasiones políticas, su vocación por las artes y su actividad diplomática. "El río: novelas de caballería" es el título que corona sus memorias, un conjunto lírico de evocaciones y anécdotas en las que se trasluce la melancolía por su tierra, a la vez que se advierte el entusiasmo de un espíritu cosmopolita que aspira a conocer e interrogar el arte de vanguardia.
Las reminiscencias de su ciudad natal son una muestra del tono poético que mantendrá a lo largo del libro: “Mi infancia es Antigua y sus alrededores de pueblos indígenas que visten trajes típicos; pueblecitos con variedad de frutos y bosques de maderas competentes, acurrucados en los cerros o subidos sobre los pies de los volcanes; las tías de negros pañolones, criollas que ignoraban recordar así a las abuelas; se alumbra una campana próxima; las ruinas, refugio de leyendas y ratas circulando entre las bóvedas y los muros claudicantes. Por el desgarrón de la cúpula, el cielo se veía más azul que en el día conciso a campo abierto”.
Algunas de las páginas más enfáticas y conmovedoras están dedicadas al recuerdo de Federico García Lorca, con quien tuvo una estrecha amistad y a quien admiró profundamente: “Una tarde, a mediados de 1930, nos encontramos en los muelles de La Habana, ambos partíamos pocos minutos después […]. La noche antes nuestros amigos nos despidieron con una cena inolvidable. Federico pronunció, con aire tribuno, una alocución patriótica con todos los lugares comunes acostumbrados para cada semejante en la Isla. ¡Había que oírlo! Nos abrazamos en el puerto, y no lo volví a ver más”.
Aunque viajó por diferentes países de América y Europa, la mayor parte de su vida adulta transcurrió en México, donde tuvo oportunidad de reencontrarse con Antonin Artaud, a quien había conocido en París, y describió su fascinación recalcitrante por las civilizaciones indígenas: “Los ritos de la Sierra Tarahumara corresponden a su lugar y a su tiempo, como creaciones de culturas con las cuales Artaud, ajeno a ellas, se enajenaba aún más de su propia cultura, y enloquecido, aullando, se quedó en el aire de la noche, y no pudo volver porque no había partido; tampoco podía quedarse a vivir con los tarahumaras en su lugar y en su tiempo, con sus mitos y rituales, ni con los tarahumaras ni con los franceses”.
Los primeros amigos que lo acogieron fueron Alfonso Reyes, Jorge Cuesta, Samuel Ramos, Agustín Lazo y Carlos Pellicer, aunque afirma que también conoció, de manera distante, a Jaime Torres Bodet y José Gorostiza. Su estima por Reyes queda patente cuando lo describe como un individuo “culto por todas partes, como una porcelana”, y, además, con una anécdota que involucra a un connotado poeta chileno: “Algunas veces, Huidobro se sentó a la mesa de Reyes, en Le Jockey. Lo recuerdo elegante, como sudamericano pudiente y señorito de la época. ¿En qué no fue antípoda de Neruda? En la bolsa del saco, sobre el pañuelo blanquísimo, una hilera de habanos. […] Entra un hombre tambaleándose y Huidobro dice a Reyes: ‘Ése es chileno’. ¿Cómo lo sabe usted?’, pregunta Reyes. ‘Todos los chilenos caminamos así para no mojarnos los pies en el mar’”.
Abundantes en anécdotas, homenajes y algunas controversias, las memorias de Cardoza y Aragón arrojan, sin proponérselo, una renovada luz sobre una época de hombres de arte y de acción, aunque como bien lo aclara su propio autor, “lo espantoso en lo evocado es que lo acontecido solamente es probable”.