En estos días se está realizando el Foro Social Mundial en nuestro país. Se han presentado documentos, experiencias locales, reflexiones con distintos niveles de abstracción, vídeos, conversatorios, todos este esfuerzo en relación con la economía social solidaria y la sustentabilidad, el decolonialismo, la cultura activa de la paz, la importancia de las redes sociales y la economía social –en un vínculo necesario de trabajar-, la comunalidad (frente al individualismo posesivo en la otra esquina), los diálogos de saberes y la epistemología del sur, entre muchas otras temáticas. En este ensamble problemático hay un eje articulador, que como señala R. Zibechi, deja ver la distancia de pueblos y grupos poblacionales frente al capital, distancia que se expresa en sus acciones cotidianas, las que encaran la naturalización del capital, su inefable presencia: “Los pueblos, originarios, negros y mestizos en América Latina, los pueblos oprimidos del mundo, están colocando límites al capital que éste considera insostenibles. Por eso ataca con paramilitares y narcos” (R. Zibechi, “Cuando la guerra ya no salva al sistema”, La Jornada 6 mayo 2022). La batalla es aún muy desigual, empero las prácticas cotidianas de las poblaciones insumisas responden en parte la pregunta de si otro mundo es posible.

Y esa construcción de posibles, parafraseando a J.P. Sartre, avanza a pesar de los obstáculos, de las ataduras a tradiciones y costumbres proclives a la mantención del estado de cosas. Por ejemplo, en parte de la economía social, en las denominadas fábricas recuperadas, al esfuerzo mayúsculo para defender la fuente de trabajo –poniendo en tensión y confrontación el derecho al trabajo versus el derecho a la propiedad-, su posterior activación y la tarea gigante de mantenerlas, no hay que soslayar, como señalan M. A. Dicapua y M. Perbellini (La división sexual y el sufrimiento en el trabajo. El caso de las empresas recuperadas, 2013), que se trata de “unidades productivas que constituyen un híbrido que rompe con la forma de explotación capitalista, creando nuevas formas de asociatividad pero que queda dentro y dependiente del mercado”. El peso del mercado. Se dice fácilmente, pero se trata de muchos siglos de dominación capitalista, de esfuerzos denodados para minar o anular la personalidad de pueblos enteros -aquí se inscribe el colonialismo, como presión externa sobre la población local, y el colonialismo interno (dixit González Casanova), el que se aprecia, v.gr., en la dominación y explotación de los mestizos sobre la población indígena, como una, entre distintas facetas. En resumen, la gravitación del mercado por sobre el hombre, disminuyéndolo, oprimiéndolo.

Pero como otro legado, en una densidad cultural que conjuga esfuerzos por tomar distancia del comando capitalista, de la jerarquía tan común en las fábricas tradicionales, y plantear nuevas formas de asociatividad horizontales, Dicapua y Perbellini también aluden a un problema presente en espacios más democráticos y horizontales, aludiendo al modelo patriarcal: “los vestigios de ese modelo patriarcal se convierten en obstáculos (sobre todo en el plano de la producción, en los mismos lugares de trabajo) para la distribución de autoridad que se asigna a cada trabajador/ra”. Se lucha por distanciarse de la lógica del capital, pero en el propio piso de la fábrica sin patrones, se cuela “La organización de trabajo capitalista”, con la producción de “sufrimiento”, y “descompensación psíquica”, señalan las autoras apoyándose en C. Dejours, en el caso particular que abordan, afectando de manera central a las mujeres. Ahora sí que para no hacer el cuento largo, la lucha de las mujeres en el espacio estudiado por las autoras, deja ver que “las lógicas fabriles tradicionales -naturalizadas en la socialización previa de estos trabajadores- son cuestionadas para dejar paso a una lógica de características autogestivas a partir de la eliminación de la delegación o las jerarquías internas en la toma de decisiones, y la operativización de la horizontalidad en el hacer cotidiano”, lo que no elimina las diferencias hacia las mujeres, aunque se han reducido éstas, y con ello el sufrimiento que generan.

Algo similar encuentra J.P. Hudson (Conflictos intergeneracionales en las empresas recuperadas por obreros. La inclusión de jóvenes trabajadores, 2014). “Para los obreros fundadores no es posible reconocer como obreros a esos ‘chicos’ que ingresan. No encuentran rasgos ni costumbres típicas de ese trabajador que ellos encarnaron en sus años de juventud. Los ingresantes, a su vez, no visualizan en los obreros más grandes una referencia ni una autoridad válida a la que deban someterse”. Tratándose de varias fábricas recuperadas, los problemas ordinarios apuntan a si se considera a los jóvenes como socios, como asalariados; si les paga lo mismo que a los asociados; si su voz y voto se considera igual que el de los obreros fundadores, problemas no menores. La premisa es que las instituciones disciplinarias –familia, escuela, iglesia- están en crisis, y que los jóvenes son herederos de esta circunstancia. Pero hay un problema histórico y pedagógico. Los viejos obreros son producto del siglo XX, de esquemas disciplinarios que atravesaron la epidermis de cada uno de los trabajadores. Los viejos obreros, que se la rifaron en la recuperación de las fábricas, “recuperan de su propia historia medidas disciplinarias sin prestar atención a que del otro lado ya no están ellos mismos. Tal vez allí se pierda una oportunidad que la fábrica sin patrón podría brindar: dejar en suspenso los conocimientos acumulados y la reivindicación del principio de autoridad para inventar nuevas formas y vínculos” con los trabajadores jóvenes. Este es el desafío pedagógico. Recordemos el sentido de las palabras de k. Gibran Jalil (Tus hijos no son tus hijos): “Puedes esforzarte en ser como ellos, pero no procures hacerles semejantes a ti, porque la vida no retrocede ni se detiene”.

Los tiempos y destiempos en tensión. Esfuerzos por liberarse de las ataduras económicas del capital, pero la presencia subrepticia de una urdimbre menos visible mediada por la cultura. Estos son apenas indicios de los desafíos a encarar bajo la premisa de que otro mundo es posible. Pensar en colectivo, muy ad hoc al esfuerzo del Foro Social Mundial, abre espacios a la esperanza.

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