¿Como hablar con alguien que no quiere hablar? Siguiendo las mismas inquietudes que en su documental previo, La Libertad del Diablo, el cineasta Everardo González encuentra una nueva forma de entrar al corazón de la violencia en México.

Para Everardo González, el problema de la creciente violencia en México es un tema al que no se le debería dar la vuelta. El afamado documentalista insiste en poner frente a su cámara y su micrófono a las víctimas y los victimarios de esa violencia, porque no se puede entender las causas de la misma sin conocer el fenómeno desde todas sus aristas.

Pero esto plantea un problema fundamental. ¿Cómo hablar con una víctima de esta violencia sin que su integridad corra aún más peligro?, ¿Cómo hacer para que los perpetradores de tanto crimen cuenten su parte de la historia sin temor a ser capturados?

¿Cómo hablar de algo de lo que nadie quiere hablar?

En el año 2018, el cineasta mexicano Everardo González (La Canción del Pulque, Cuates de Australia, Yermo, y la que formalmente sigue siendo mi favorita personal, Los Ladrones Viejos) estrenó su multipremiado documental La Libertad del Diablo.

En este, Everardo logra que tanto víctimas como victimarios cuenten a cuadro su versión de los hechos: desde relatos de tortura y secuestro hasta entusiastas historias de sicarios, policías y exmilitares que cuentan sus crímenes como hazañas personales.

Everardo oculta los rostros de estas personas mediante una máscara color piel, lo que sin duda eleva el tono tan perturbador del documental. Una solución nada sutil al problema planteado al inicio de este texto, pero que sin duda se probaba efectivo para el objetivo del cineasta: conocer la violencia de primera mano por quienes la sufren y quienes la ejercen.

Aquella solución no convenció a todos. El crítico de cine más importante de México, Jorge Ayala Blanco, anotó en su momento sobre La Libertad del Diablo: “(el uso) de una mascarita degradante saca de todo contexto social a las criaturas (...), resta incluso los residuos de dignidad y valor humano que les quedaban”.

Luego entonces la pregunta sigue siendo válida, ¿cómo hablar de algo de lo que nadie quiere hablar, por temor a más violencia, por temor a la ley?

En su más reciente cinta, Una Jauría llamada Ernesto (México, 2023), Everardo González insiste en encontrar formas de resolver el dilema, y con ello incluso reconfigura las preconcepciones que se tienen sobre cómo debe ser un documental.

Con apenas 81 minutos de duración, el cineasta esta vez no recurre a máscaras pero toma una decisión aún más osada: grabar a sus entrevistados de espaldas, con una cámara que los sigue todo el tiempo, como si se tratara de un videojuego.

Lo que vemos en pantalla es a un grupo de jóvenes sicarios, adolescentes que narran cómo se involucraron (o los involucraron) en el crimen organizado. Desde el clásico de transportar una misteriosa mochila que los inocentes niños de apenas 10 años piensan que son dulces, hasta el portar su primer arma, entrenar matando conejos, para después tener su bautismo de sangre.

Siempre de espaldas, sin rostros perceptibles excepto por pequeños momentos donde el personaje voltea hacia atrás, los testimonios no dejan de ser perturbadores. Estos jóvenes hablan del poder que les da portar un arma, de lo popular que eso los convierte con las mujeres (o al menos eso creen ellos), y de cómo el dinero ganado no lo ahorran porque saben que no habrá mañana, lo único que importa es el hoy y el ahora.

El documental confirma cosas que ya sospechábamos: el principal proveedor de armas es el ejército, que incluso vende aquellas que incautan. “Casi todas las armas dicen Made in China”, comenta una mujer que se dedica a rentar armas para los sicarios y ladrones que lo necesiten.

Visualmente el documental puede resultar agobiante (recuerda poderosamente a Son Of Saul, donde el director László Nemes mantiene su cámara todo el tiempo sobre un mismo personaje), incluso los numerosos cortes a negros se vuelven aún más incómodos, pero la constante son los testimonios, relatos de un país donde nada funciona, donde la única esperanza para muchos de estos jóvenes no está en los estudios sino en las armas: “todos queríamos ser otra cosa, bomberos, médicos”.

Everardo no condena ni absuelve a este jauría de Ernestos, pero deja en la mesa los hechos para que el público haga su propio análisis. La conclusión es obvia: el baño de sangre seguirá mientras estos niños, estas niñas, estos jóvenes, no tengan mejor futuro que el que ofrece la inmediatez de las armas y el dinero.

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