Por: Alejandro Alemán

En una entrevista con el director Michael Haneke sobre una de sus cintas más populares, Funny Games (1997), el realizador de origen austriaco hablaba sobre la la violencia tan perturbadora que mostraba aquel filme.

Aquella cinta narra la historia de una familia de clase media alta que llega a su casa de campo para luego ser visitados de improviso por un par de jóvenes, en apariencia muy educados, quienes les piden de favor si les pueden regalar algo de su cocina. Los jóvenes poco a poco se van inmiscuyendo en la casa hasta que secuestran a la familia e inician un lento pero certero proceso de tortura psicológica y física. ¿La razón? Por qué sí y porque pueden.

En su estreno en Cannes, Funny Games provocó que el público se dividiera: la mitad de la audiencia aplaudía la audacia y provocación de Haneke mientras que la otra mitad lo condenaba por el sinsentido de la violencia y la historia.

Haneke comentaba que en realidad todo era un ejercicio meta con el público. La película critica la violencia en los medios audiovisuales (cine y televisión) demostrando que el aumento de la misma se debe a que el público, cada vez más ávido, consume esos materiales.

El director argumentaba que la gente que salió a media proyección de Funny Games era gente que había entendido el mensaje, que había decidido no participar en el juego y mejor huyó. Pero aquellos que a pesar del sinsentido de la violencia, se quedaron viendo, esos son los que cayeron en su juego. Para Haneke, el morbo del público es el que alimenta esta violencia televisiva y cinematográfica.

La historia viene a cuento porque hace dos días, al tratar de decidir sobre qué escribir esta semana para El Universal, me llamó la atención un título de Netflix que estaba en el Top 2 de lo más visto en la semana: el documental de “true crime” llamado American Murder: The Family Next Door, cuyo título en español es “El caso Watts: El padre homicida”.

Se trata del infame caso de los Watts (hasta ahora desconocido para mi), una familia compuesta por Shanann Watts (de 38 años), madre de Bella y Celeste (dos niñas de no más de 11 años) y Chriss, padre de las niñas y segundo esposo de Shanan.

Residentes de Colorado, Shanann es una mujer adicta a las redes que documenta todos los movimientos de sus hijas y su marido mediante fotos y videos que sube a Facebook. Lo que se muestra en esos interminables álbumes familiares es un matrimonio feliz, un esposo guapo, fornido (acaba de bajar de peso) y una Shanonn que no duda en calificar a su marido como el mejor del mundo y lo mejor que le pudo pasar luego de un primer matrimonio catastrófico.

Y qué decir de las ingobernables pero adorables niñas, Bella y Celeste, que ríen, juegan y sonríen a la cámara. “Papá es nuestro héroe”, cantan a cuadro mientras todo el mundo es testigo de la felicidad de esta típica familia americana.

El 13 de agosto de 2018, Shanonn dejó de contestar su celular. Una amiga y su marido reportaron el hecho con la policía y se trasladaron a su casa. Al lugar llegó Chriss, quien regresaba de trabajar con la misma inquietud: su esposa no contesta las llamadas. Junto con la policía y los amigos, todos entran a la casa y no encuentran nada, excepto el celular de Shanonn (sin pila). Ni sus hijas ni su esposa están ahí.

Chriss narra a los policías -con toda tranquilidad- los hechos previos, van con el vecino que tiene una cámara que da a la calle, pero solo se ve como Chriss mete su camioneta al garaje “para bajar unas herramientas” y se va. Como en aquel filme de David Fincher -Gone Girl, 2014- los medios rodean la casa y Chriss narra para los noticieros sobre la desaparición de su esposa, lo hace sin quitar de su rostro una mueca sonriente muy perturbadora.

La directora Jenny Popplewell es la encargada de narrar esta historia y para esto toma una decisión sumamente atinada: aprovechando el hecho de que Shanonn Watts documentaba todo en Facebook, y utilizando las grabaciones de la policía, los noticieros así como cámaras del vecino y los chats recuperados del teléfono de Shanonn, Popplewell narra esta historia de terror sin recurrir a entrevistas, testimonios o ninguna cabeza parlante, todo se arma a partir de los videos de redes sociales, de cámaras de vigilancia y las que los agentes del departamento de policía por ley deben portar en el pecho.

Así, American Murder: The Family Next Door, es un documental que se narra a sí mismo, un producto de nuestras modernas vidas obsesivamente auto documentadas en las redes y un ejercicio de narrativa por sí mismo extraordinario.

No se necesita ser Sherlock para saber lo que sigue -el título en español es bastante claro-, pronto veremos el derrumbe de la narrativa de las redes sociales. Resulta que ni Chriss era tan buen padre, ni Shanann era tan feliz, ni su matrimonio tan perfecto.

Pero a pesar de lo obvio, nada los tiene preparados para el final, no por sorpresivo sino por cruel. La confesión y la atrocidad que comete Chriss contra su propia familia te deja helado. Se trata de un auténtico episodio de terror que no obstante -no hay que olvidar- es un caso real.

Y es aquí donde recordé a Haneke y Funny Games. El shock provocado al ver la confesión de Chriss, pensar en las implicaciones, y el destino de su familia, es absolutamente incomprensible y aterrador, al grado de preguntar ¿por qué decidí ver esto?, ¿qué aporta a mi vida saber que hay personas tan cobardes, retorcidas y tan faltas de empatía como para ser capaces de asesinar a sus propias hijas, y por un motivo absolutamente aberrante por estúpido?

El documental triunfa en los terrenos del cine por su narrativa, pero cae en el vicio de casi todos los documentales sobre true crime: mostrar al monstruo, pero no tratar de explicarlo.

Entregarse al miedo de pensar que simplemente hay monstruos allá afuera no arregla nada y solo nos sumerge en el miedo que lleva a la inacción. Un epígrafe final menciona que estos casos de feminicidios son muy comunes, pero quedarnos con la estadística tampoco nos permite comprender la gravedad y dimensión del problema.

Haneke estaría complacido, y tal vez me diría: tú te lo buscaste, siempre tuviste el poder de apagar el televisor, pero el morbo te ganó.

Y desgraciadamente, así fue.

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