Lejos quedaron los años en que llenaba el escenario con su presencia, su voz, sus patadas al aire por allá, un quiebre de cintura por acá.

Hace 20 años uno salía del Auditorio Nacional satisfecho por el dinero que invirtió en el boleto de entrada. En gayola, en la última fila del auditorio era posible ver un Sol resplandeciente, su energía llegaba al último resquicio, prendía a los suyos, ellos se entregaban.

Hoy, sale uno medianamente conforme sino es que totalmente frustrado porque El Sol, este Sol, ya no ilumina como antes.

“Coño, Micky”, se escucha entre pasillos del Coloso de Reforma, este emblemático auditorio que carga con una leyenda sobre el cantante, que es corroborada de inmediato por el barman del Aurea, un bar, al que dentro del centro de espectáculos, puede uno acudir a aligerar el día con un buen whisky.

“Sí, es cierto”, dice uno de los cantineros cuando se le pregunta del pasadizo secreto que conecta con el Campo Marte, construido ex profeso para Luis Miguel, para facilitarle el acceso y que nadie le incomode, le pida un autógrafo.

Son pasadas las 21:00 horas del jueves. Un ambiente a fiesta envuelve al Auditorio para el regreso de la ola de conciertos de Luis Miguel.

Inicia el show del Sol, el hombre que enamoraba lo mismo a jovencitas que a mujeres maduras, como Verónica Castro en aquel mítico programa en que le cantó al oído a la Vero, y conecta sus mejores hits al inicio, lo que se explica más adelante por alguno de los asistentes: por si suspende el show y que la gente no se vaya sin escuchar sus mejores canciones. No suena descabellado.

Pero Micky ya no es Micky. Se le nota incómodo en la tarima, molesto, rabioso a veces.

El Sol revela la causa: esta noche falla una consola de sonido.

En redes sociales ese mismo pretexto salió a la luz en un concierto anterior. Vaya casualidad.

El pretexto le va a dar a Luis Miguel para toda la noche, canción tras canción, voltea a su lado derecho, y hace aspavientos con la mano.

Hacia arriba sube la palma agitadamente, para indicar que le pongan más audio a su micrófono. Hacia abajo, menor volumen.

El Sol se desespera y en un momento reclama más fuerte de lo normal. Le pega al micrófono, que más tarde azotará en el silla de madera dispuesta al centro del proscenio.

Micky ya no es Micky. El amor se siente, se le entrega la gente, pero el cariño se corta. Entre cada canción Luis Miguel tarda entre 30 segundos y hasta dos minutos en regresar a cantar. La pausa la vive la gente a oscuras. La teoría entre butacas se mueve entre apuestas.

“Ya se cansó-ya le pesan los años-ya no es lo mismo-cualquiera se cansaría con el tren de vida que llevó”.

Otra estrategia de El Sol es poner al frente suyo el micrófono, a la gente, para que sean sus invitados los que canten las canciones.

Y aunque el puertorriqueño-veracruzano se nota cansado, abotagado, sin pila para aguantar dos horas saltando y bailando, lo que sí hay es conexión con generaciones distintas.

Se ven madres bailando “Isabel”, flanqueadas por sus hijas. Lo que sí hace Micky es unir generaciones.

Llegaron los mariachis. Un mariachi también sirve de pausa para que él descanse. De la nada, un grupo de 13 irrumpe en el Auditorio. El Sol desaparece. No está más en el escenario y las canciones vernáculas inundan el Coloso de Reforma, con dos mujeres haciendo su mejor esfuerzo, aunque la gente vino a ver a Micky.

Minutos más tarde, aparece ya con más energía y rompe el hielo con su público, se atreve a ir más allá y se acerca a saludar a los de la primera línea. Un guardia de seguridad se aproxima para impedir que le jalen demasiado.

Lo que no pasa de moda es la vendimia. Sigue dando Luismi a sus fans. Adentro del Auditorio las filas de souvenirs se confunden con las de las islas que ofrecen cerveza, ron, tequila, refrescos, whiskey.

Afuera también hacen su agosto: gorras, playeras, tazas, la industria de pirataje autorizado aprovecha el momento. Adentro, casi se van a cumplir dos horas de concierto y Luismi suelta sus mejores hits, los de antaño. Ya porta una playera negra. Ha bajado de peso.

Tras varias rondas de repartir rosas blancas a fans, Luismi arranca al camerino. Para entonces la gente da la espalda y abandona el lugar.

En el aire, la incógnita de si regresará a tocar otra canción.

“Otra, otra, otra”, se escucha en la oscuridad. “Coño, Micky” grita alguien una vez más entre risas. Un “¡Pisha!”, también se oye, palabra encumbrada por Netflix, en recuerdo de cómo le decía Luis Rey, su padre.

La esperanza muere al encenderse las luces. No habrá “otra, otra, otra”. No más Micky por hoy.

En el Aurea un circuito cerrado permite ver al comensal el concierto en turno. Pero Luis Miguel es el único que no deja escuchar el concierto en vivo, revela desconcertado otro de los barman del lugar.

Al fondo se escuchan canciones de Luis Miguel, que toca el bar luego del concierto. Los trasnochados las entonan con devoción, la de sus fans al ídolo.

La pantalla muestra cómo desmontan el escenario. Los desvelados cantan “Palabra de honoooor”. Esta noche algo quedó en el aire: Micky ya no es Micky.

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