
Hay una fórmula secreta que el cine saca del horno cada diciembre. No necesita instrucciones nuevas ni ingredientes difíciles de conseguir: basta con repetir el ritual.
Como una receta heredada que nadie cuestiona, las películas navideñas se construyen con la misma mezcla año tras año, y aun así, seguimos pidiendo otra porción.
Empieza casi siempre igual: una mujer exitosa en su carrera corre por una ciudad que no se detiene. Lleva abrigo caro, agenda llena y cero tiempo para creer en la Navidad. Entonces algo falla. Un vuelo cancelado, una tormenta inesperada, un coche descompuesto.



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Llega a un pueblo diminuto en el que parece que el tiempo se congeló: hay una sola cafetería, un árbol enorme en la plaza y luces navideñas por todos lados. Si esta escena te resulta familiar, no es déjà vu: es la base de la receta.
Como el pavo que no puede faltar cada año, las historias son casi siempre con un hombre encantador y guapo, pero emocionalmente dañado, casi siempre con pasado triste y un hijo o hija. También está la familia que obliga a sentarse a la mesa con reuniones incómodas o que odian a la pareja del hijo.
En otro lado, una protagonista que asegura no creer en la magia… pero algo termina convenciendo de que los deseos de Navidad son reales. Todo envuelto en interiores cálidos en los que el dorado se filtra por las ventanas, el rojo y el verde aparecen como condimentos inevitables y el blanco del invierno funciona como mantel limpio para empezar de nuevo.
El resultado final es predecible, sí, pero reconfortante. Los filmes navideños no buscan sorprender, sino acompañar: recordarnos que la fe se recupera, que la familia incomoda, pero sostiene, que el amor llega cuando bajas la guardia y que, por unos días, se permite creer que todo puede resolverse antes de que acabe el año.



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