Del Auditorio Nacional añoro, sobre todo, los sábados a mediodía cuando hay ópera en vivo desde el Met de Nueva York: la pantalla gigante donde la ficción es más verdadera que la realidad.

No sé cómo se llaman quienes entran y salen del metro Auditorio ni conozco sus vidas. En cambio, sé que Turandot mandó al patíbulo a 26 pretendientes; que Calàf responde correctamente a los tres enigmas que le salvan la vida y le dan acceso al amor de una princesa china “que es como el hielo pero quema”. Puccini está vivo, igual que Verdi, Mozart, Bizet, Rossini y hasta Wagner.

Un bocado de magdalena y un sorbo de té disparan recuerdos involuntarios marca Proust. Escucho otra vez en su reducto a un cantante excepcional apodado El Sol, a quien le gusta posar para sus fans y la eternidad.

También al Flaco andaluz y al Nano catalán, cuyas letras reflejan vidas bien vividas; el requinto sublime de Knopfler, la prodigiosa voz de Plant, el funk añejo de Brown y, por qué negarlo, la joven Thalía cayéndose de guapa mientras canta “Hoy ten miedo de mí”.

Inmune a los gustos culposos coreo “Cómo te voy a olvidar” acompañado de Los Ángeles Azules. Revisito al Nobel Dylan en un Paseo de la Reforma convertido en la Autopista 61, y también diviso a Juanga con su genialidad intacta y unas brillantes lentejuelas capaces de destituir, desde el más allá, a un funcionario snob.

Creo ver de nuevo al fallecido vigilante Joaquín Franco, quien saludaba a todo mundo con un alegre “buenas noches, jefe”.

Con una genuflexión me alejo de la catedral del espectáculo en México y le pregunto: “Dime cuándo tú vas a volver”.

Luego me santiguo frente al Lunario del Auditorio Nacional, capilla del National Theatre de Londres, Manzanero, Tania, Coque, Gian Marco, Luis Enrique y Amaury.

Aquel, el sitio donde una noche la Zabaleta se sentó en mis piernas y me ordenó: “¡Bésame mucho, cabrón!”

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