Las autoridades en Londres han dicho que están tratando el ataque del lunes contra musulmanes cerca de una mezquita como “un acto de terrorismo”, posiblemente en represalia por la serie de atentados que se han vivido en Inglaterra. Ya antes hemos visto incidentes similares en Europa y Estados Unidos. Apenas en mayo, por ejemplo, dos personas murieron en un ataque contra musulmanes en un tren en Oregon. En otro caso, muy sonado, un individuo incendió el Centro Islámico de Fort Pierce, Florida, sitio en el que ocasionalmente rezaba Omar Mateen, el atacante de un bar nocturno en Orlando. Las estadísticas indican que tras los atentados cometidos en Europa y Estados Unidos entre 2015 y 2016, además de las olas migratorias de los últimos años, los crímenes por odio contra musulmanes estadounidenses han subido a los peores niveles desde la época de los ataques del 9/11 (CSU, 2016). Otras estadísticas registran incrementos similares en Reino Unido, en donde el ascenso en ese tipo de crímenes se ha atribuido al Brexit y a toda la campaña que hubo en torno a ese asunto. Pero la realidad es que esto no solo ha ocurrido en RU sino en varias partes de Europa. Se trata un fenómeno que ha sido estudiado desde hace años. Los extremos se alimentan mutuamente. Así que se requiere primero, definir hasta qué punto estamos ante la activación de una espiral terrorismo-contra-terrorismo, y luego, intentar entender esta manifestación lo mejor posible para desactivar esas potenciales y muy peligrosas espirales.

El gran problema del vocablo ‘terrorismo’ es que representa un término políticamente cargado que continuamente es utilizado para “acusar” a enemigos con el objeto de favorecer determinadas agendas. De este modo, pareciera que un acto “etiquetado” como terrorista, es “peor” que otros actos violentos que no llevan esa etiqueta. Sin embargo, para entender cuándo un acto es o no es terrorismo, la clave no está en lo “extremo” del acto, en el grado de violencia empleada, en el número de lamentables víctimas o los daños materiales ocasionados; ni siquiera en las armas utilizadas. La clave está, en cambio, en los móviles, en la predeterminación del atacante para usar a las víctimas directas como instrumentos para inducir un estado de terror generalizado en terceros, a fin de utilizar ese estado como canal de transmisión y así, comunicar un mensaje o reivindicación. Un atentado terrorista no es simplemente un acto cometido por odio o venganza, sino un acto premeditado para emplear el crimen como herramienta de comunicación y presión política. Esa discusión puede ser relevante sobre todo en términos de la muy necesaria comprensión de esa clase de violencia, y el posible diseño de estrategias para disminuir su incidencia. No obstante, muy al margen de ese debate, hay otra discusión que está directamente vinculada, pero no es la misma: el ciclo de los extremos alimentándose mutuamente.

Sin pretender establecer qué sucede primero y qué sucede después –hay que pensar más en términos de círculos y espirales que en líneas causa-efecto-, este es, en esencia, el tema: Debido a un número de factores individuales, organizacionales, sociales, políticos, locales e internacionales (factores que en este espacio hemos abordado varias veces, acá un ejemplo: http://eluni.mx/2qPYtik), los ataques terroristas cometidos por extremistas musulmanes se han incrementado en los últimos años. Concretamente, en países miembros de la OCDE, el terrorismo islámico ha aumentado hasta en 6 veces de acuerdo con las últimas mediciones (GTI, 2016). Estos picos, de manera natural, elevan el sentimiento de miedo e inseguridad en amplios sectores sociales, lo que produce efectos de diversa naturaleza. La investigación muestra que las personas bajo estrés o que se encuentran atemorizadas, tienden a ser menos tolerantes, más reactivas, más excluyentes de otros (Siegel 2007; Wilson 2004). Así, en la presencia de esos síntomas las poblaciones tienden a favorecer medidas no institucionales, a veces antidemocráticas, y respaldan a figuras autoritarias.

Estos elementos, como se aprecia, contribuyen al ascenso de políticos de extrema derecha o personalidades anti-sistema, como Trump o Le Pen. De acuerdo con el discurso de algunos de estos políticos, el problema central está en el descontrol de las fronteras, en las olas de inmigrantes y/o en el relajamiento en las restricciones para con los grupos sociales de los que procede la mayor parte de quienes han perpetrado atentados terroristas. Basta entonces con cerrar las puertas y endurecer las medidas contra “musulmanes” para desactivar esta manifestación. Este tipo de discurso, por supuesto, cuenta con muchos seguidores. De acuerdo con encuestas en EU del 2016, quienes más se sentían vulnerables, eran quienes decían que votarían por Trump; 96% de esos electores consideraba que era probable (algo o mucho) que próximamente ocurriría un atentado terrorista, comparado con un 64% de quienes indicaban que votarían por Clinton (Quinnipiac U., 2016).

La cuestión es que el razonamiento en esa clase de discurso incurre en una mecánica casi idéntica a la que desarrollan atacantes desde los diferentes extremos del espectro: el pensamiento categórico. La raíz del mal está no en un individuo u otro, sino en una categoría social, religiosa, étnica o política completa: “LOS infieles”, “LOS musulmanes”, “LOS inmigrantes”, o quien sea. Solo razonando así, yo puedo hacerme explotar en una arena llena de niños y jóvenes porque me convenzo de que todos ellos son “el enemigo”. Del mismo modo, puedo incendiar una mezquita, porque el “mal” está en “el islam”; todos “los musulmanes” son culpables de la conducta de quienes han estado atacando inocentes. En ese sentido, por ejemplo, la propuesta de campaña de Trump –prohibir la entrada a Estados Unidos de “todos los musulmanes”- no está tan alejada de esa clase de pensamiento. Así que no es casual que, de acuerdo con Brian Levin, el director del Centro de Estudios de Odio y Extremismo de la Universidad Estatal de California, autor del estudio arriba referido, se puede apreciar un pico en los crímenes por odio contra musulmanes tras algunos de los discursos más incendiarios de Trump. Este entorno, a su vez, aumenta el caldo de cultivo para que las organizaciones terroristas encuentren o inspiren a potenciales atacantes, nutriendo con ello a la espiral.

El caso del Reino Unido es diferente en cierta forma, pues ahí no gobierna Trump o algún político de extrema derecha. Sin embargo, ningún país se encuentra exento de la penetración de discursos que se les acercan. La misma Theresa May, hace pocas semanas, ante la ola de ataques que vive su país, eligió endurecer su propia retórica pues, en su visión, ese lenguaje es el que la gente necesita escuchar en estos tiempos. Pero es justo ahí donde se debe actuar con mucha cautela, comprender la vulnerabilidad y el estado de afectación psicosocial en que se encuentran la sociedad británica, y la europea en general, y reconocer que estamos ante un círculo que debe romperse, no alimentarse, al margen de las medidas de inteligencia, de los controles policíacos o del aumento en las medidas de seguridad. Los problemas que se viven en varios países de Occidente reflejan no solo el contagio de la conflictividad que procede de sitios lejanos, sino también las muy peligrosas consecuencias de la falta de integración de sus propias sociedades.


@maurimm

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