La estrategia del gobierno mexicano frente a la amenaza que representa Donald Trump y la nueva ola de nativismo antihispano en Estados Unidos ha estado repleta de dilaciones, equívocos y confusión. En un año, la Secretaría de Relaciones Exteriores ha pasado de la indiferencia, al ninguneo y luego a un mutis público que a veces parece combinar el temor con una inútil voluntad de apaciguamiento. Muchas veces he explicado —aquí, en Twitter y en donde puedo— que el silencio frente a Trump me resulta indigno. Hay en Estados Unidos más de 30 millones de personas de origen mexicano, blanco directo de Trump desde los primeros instantes de su campaña. Al escoger a México y los mexicanos como los antagonistas favoritos de su discurso nativista, Trump ha fomentado un clima de persecución de consecuencias impredecibles, no solo ahora sino en el futuro. México es, en boca de Trump, no un socio confiable sino un enemigo múltiple para los estadounidenses: un país que “envía” migrantes malintencionados, asesinos y violadores y traficantes de droga; roba empleos que corresponden a los estadounidenses y le ha visto la cara por años a Estados Unidos a través del TLCAN. El asalto a la imagen de México y los mexicanos dentro y fuera de Estados Unidos ha durado más de un año. Si quiere usted entender el fervor fanático que genera, vea el video de los delegados republicanos en su convención gritando, frenéticos “¡construyan el muro!”. Se le erizará la piel.

Ante todo esto, el gobierno mexicano ha optado por un silencio casi unánime. La justificación más reciente que he leído es que “no hay que hacerle el caldo gordo” a Trump. Es una explicación perezosa. Hay maneras de contrarrestar el discurso nativista sin que la respuesta mexicana se lea como una injerencia en el proceso electoral ajeno. Por lo demás, el respeto al proceso político estadounidense no es una licencia para la neutralidad moral. Se trata de defender el nobilísimo papel de la enorme comunidad mexicana en Estados Unidos, proteger los intereses de nuestro país en la relación bilateral y acabar con mentiras y mitos. Debe hacerse con disciplina, imaginación y seriedad. Si los encargados de la diplomacia mexicana no lo entienden, no deberían estar donde están.

En las últimas semanas, el gobierno mexicano parece comenzar a despertar. Leí con interés, por ejemplo, la entrevista que concedió ayer a EL UNIVERSAL el subsecretario para América del Norte, Paulo Carreño. Carreño habló de la nueva estrategia de la cancillería para “promover la imagen del país” en Estados Unidos. El plan es producto de un millonario contrato del gobierno con WPP, una de las firmas de relaciones públicas más importantes del planeta, y su filial Burson Marsteller (donde hace tiempo trabajó Carreño, por cierto).

Lo primero que encontró el trabajo de consultoría es que la imagen de México en Estados Unidos es de un país insalubre, pobre, atrasado y corrupto. Lo segundo que halló es que al público estadounidense le falta información sobre México. En suma, lo que descubrió el estudio es que, antes que nada, el gobierno de Enrique Peña Nieto (que lleva, hasta donde recuerdo, cuatro años en el poder) ha fracasado de manera estrepitosa en la defensa y promoción de México frente a su socio comercial (y social, y cultural) más importante. En suma, la nueva estrategia del gobierno mexicano es, quizá de manera involuntaria, el diagnóstico de una política exterior no solo improductiva sino contraproducente, encabezada por dos supuestos aspirantes presidenciales: José Antonio Meade y Claudia Ruiz Massieu. ¿Qué han estado haciendo todo este tiempo los diplomáticos peñanietistas que ahora es urgente lanzar una campaña para limpiar la imagen de México en Estados Unidos? Seguramente decidiendo que el mejor camino era el silencio.

La buena noticia es que el nuevo plan de la cancillería entiende que la batalla contra el nativismo antimexicano en Estados Unidos no empieza ni termina con Donald Trump. Tristemente, la elección presidencial de noviembre será solo la primera batalla. El desconsuelo ante los aparentes fracasos del libre comercio y la dinámica de la nueva economía (incluida la pérdida de empleos y hasta la automatización de la manufactura) han llegado para quedarse. Y eso es solo en la arena político-económica. Queda la batalla cultural, la que se libra no con los “influencers”, los cabilderos y los políticos sino con la sociedad estadounidense y los megáfonos que la informan. Ya imagino lo que encontrará el gobierno cuando analice, por ejemplo, cómo se habla de México y los mexicanos en los medios de comunicación en inglés en Estados Unidos: narco, violencia, migración “ilegal”. El caldo de cultivo de Trump, avivado, entre otras cosas, por nuestro chamberlainiano gobierno.

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