Hay una mala y una buena noticia para Donald Trump a cuatro meses de la elección presidencial en Estados Unidos. Empecemos por la segunda. A pesar de su ya interminable lista de dislates, tropiezos y ofensas, Trump está vivo en las encuestas presidenciales. Valgan algunos ejemplos.

El reconocido centro de investigación Pew dio a conocer un estudio reciente que deja ver que los asuntos prioritarios para los electores estadounidenses son la economía y la seguridad nacional. De acuerdo con el mismo sondeo, la mayoría de los votantes potenciales identifican a Trump como el mejor candidato para lidiar con ambos desafíos. No es una tendencia sin importancia, sobre todo en el contexto actual. Desde hace meses, Trump le ha apostado buena parte de su capital político a quedarse con ambas banderas, aprovechando cada ataque terrorista para consolidar esa imagen de supuesta fuerza. Si la temporada de atrocidades continúa, la apuesta de Trump podría resultar valiosa.

Junto a su buena evaluación en los temas centrales de la agenda pública estadounidense, Trump puede presumir que, a pesar de su incontinencia verbal, las encuestas todavía lo sitúan en buena posición, sobre todo en la lista de los siete u ocho estados donde se decidirá la elección de noviembre. En Ohio, Carolina del Norte, Pensilvania y Nuevo Hampshire la diferencia con Clinton es de menos de tres puntos. En Florida, posible clave del 2018 junto a Ohio, Trump está rezagado por sólo tres y medio. Si Trump gana esos cinco estados, la elección estará en el aire.

Aun así, me parece un desenlace improbable: la ventaja de Clinton es poca pero más que suficiente. De mantenerse la tendencia hasta noviembre, Clinton vencería a Trump con absoluta claridad, por un margen incluso superior al de Obama con Romney en el 2012. Pero improbable no quiere decir imposible. Una larga lista de factores podría cambiar el favor electoral de varios de estos estados, muchos de ellos afectados directamente por pérdida de empleos o el desconsuelo por las consecuencias del libre comercio. Cuatro meses es mucho tiempo y mucho más con las convenciones de los partidos y los debates presidenciales en puerta.

La mala noticia (y buena para los muchos que desean su derrota) es que Trump parece haber perdido una de las variables que se antojan indispensables para derrotar a Clinton: el mismísimo Partido Republicano. En un hecho completamente inédito, buena parte de la jerarquía del partido conservador parece haberle dado la espalda a su candidato. Hasta finales de la semana pasada, Trump no había dado a conocer ni a su posible vicepresidente ni la lista de oradores en la convención republicana. Y no es porque no haya querido; es porque le ha costado enorme trabajo encontrar gente que quiera arriesgarse a apoyarlo en Cleveland. Para entender el calibre de escándalo primero hay que tener claro qué son las convenciones de los partidos antes de la elección presidencial. Imagine usted una asamblea de gente afín que es, a la vez, celebración de valores y agendas en común y enorme sesión de casting. Lo normal es ver a republicanos y demócratas pelear por un espacio como oradores en sus respectivas convenciones. Para estas fechas hace cuatro años, por ejemplo, el equipo de Mitt Romney ya había presentado a Paul Ryan como su candidato vicepresidencial y presumía la lista de luminarias políticas y celebridades que se congregarían en Tampa para aclamar al aspirante republicano. Hasta el principio del fin de semana (cuando escribo esto) Trump había presentado… nada. O casi nada. La noticia, en realidad, es la lista de quién no asistirá a la convención del partido (no irán los Bush, ni Marco Rubio, para empezar) que lo contrario. Lo mismo puede decirse del candidato vicepresidencial: sabemos más de todos los que le han dicho “no, gracias” a Trump que de la baraja real que dice estar guardando celosamente.

Lo que Trump no se atreve a decir es que muy pocos miembros de la jerarquía de su partido quieren acompañarlo en la boleta en noviembre, cada vez menos lo aceptan como candidato presidencial y muchos menos se animan a celebrarlo. Se ha convertido en lo que siempre dijo ser: un outsider, un extraño para el Partido Republicano. El problema para Trump es que el partido no es sólo una etiqueta desechable. Puede no aceptarlo, pero Trump necesita del Partido Republicano más que candidatos anteriores. La maquinaria de organización y recaudación republicana es tan o más temible que la demócrata. Sin ella, Trump peleará con una mano atada a la espalda. Y así, aunque las encuestas todavía le den cierta esperanza, está destinado a perder.

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