Desde que Donald Trump declarara sus aspiraciones presidenciales, la mayoría de los analistas hemos partido de dos supuestos que parecían irrefutables. Primero, todos pensábamos que lo de Trump era sólo una impostura, mitad fanfarronería y mitad delirio. A la hora de la hora, suponíamos, Trump se echaría para atrás y se retiraría con el ego hinchado, conforme con haber ganado aún más notoriedad. En otras palabras, satisfecho el frenesí megalómano, el hombre regresaría a sus negocios y sanseacabó.

La segunda premisa sugería que Trump era (y es) en realidad o un bobo o un loco o un payaso al que no había que hacerle caso. Creíamos que no tendría la disciplina necesaria para lidiar con la exigencia de una campaña presidencial. También dudábamos que tuviera una narrativa bien armada para apelar al voto republicano más allá de los radicales conservadores que lo aplaudieron por sus prejuicios iniciales. En términos mexicanos, Trump estaba destinado a ser una llamarada de petate y nada más.

Nos equivocamos.

La semana pasada, Trump demostró que, por la razón que sea, sus intenciones de buscar la candidatura republicana han dejado de ser una broma, si es que alguna vez lo fueron. Hay quien dice que, en un principio, Trump se lanzó al ruedo sólo para desmentir a los reporteros que lo acusaban de ser un farsante político. Quizá para su sorpresa, con el paso de las semanas fue ganando notoriedad y consolidando un liderazgo auténtico en las encuestas. El empuje de Trump en los sondeos de agosto resultó no ser coyuntural y, más importante todavía, demostró una notable resistencia a los desplantes del candidato. Ni un acto misógino en pleno debate presidencial, ni una grosería intolerante contra un periodista, ni un tropiezo en política exterior… nada hizo mella en su popularidad. Tiene cierto sentido: desde hace más de una década Trump ha sido el mismo grosero imprudente en su exitosa serie de televisión The Apprentice. En términos de su imagen pública, nada de lo que ha hecho es nuevo ni sorprende a ninguno de los millones de estadounidenses que lo han seguido en la “tele” por años.

Es evidente que el fenómeno no le ha pasado desapercibido a Trump: en algún momento se dio cuenta de que tenía posibilidades reales de ganar la candidatura. Y entonces se puso serio. La muestra más clara es la conferencia de prensa que organizó en su edificio sede en Nueva York a finales de la semana pasada. Le recomiendo que la busque en YouTube. El Trump de ese encuentro con la prensa y sus seguidores no es ningún improvisado. Tiene energía, velocidad de respuesta (sin teleprompter) y, sobre todo, hambre de poder. La operación de campaña de Trump —que muchos creíamos improvisada y torpe— colocó detrás del candidato a varias personas representantes de minorías para suavizar los “visuales” de la escena. Fue un acto de campaña maduro y bien armado.

También habrá que descartar la idea de que Trump es como un niño persiguiendo, a ciegas, una piñata. Trump tiene muy claro cuál es el camino retórico hacia la candidatura. Me remito de nuevo a la conferencia de prensa. Ahí, Trump insistió una y otra vez en presentarse como un outsider, un hombre decidido a modificar los vicios de la clase política, a la que califica (en un tono populista perfecto) como rehén de intereses ajenos al bien público. Se presentó como un hombre fuerte y firme, un “tomador de decisiones”, prototipo del empresario ejecutivo que, de ser electo, acabaría con la politiquería en Washington. A lo largo de todo su discurso enfatizó su energía y su fuerza, trazando un contraste con el que claramente considera el enemigo a vencer: Jeb Bush: “es un poco triste. Se suponía que Jeb iba a ganar y simplemente no tiene la energía necesaria”. Insistir en la fortaleza propia y propagar la supuesta debilidad casi física del antagonista es una estrategia astuta y, a juzgar por los sondeos recientes, muy exitosa. Jeb Bush, el supuesto favorito entre los republicanos, está 18 puntos debajo de Trump en las encuestas.

En suma, Trump sabe lo que hace y lo está haciendo muy bien. Incluso ha comenzado a moderar su brusquedad sobre asuntos migratorios. El Trump de la semana pasada no es el mismo salvaje que calificó a los migrantes mexicanos de “ladrones y violadores”. Atrás quedó la versión más virulenta de aquel discurso. Este Trump sonaba mucho menos como un bufón y mucho más como un político entusiasmado, preparado y en campaña. Insistir en lo contrario es subestimar a un hombre mucho más inteligente y ambicioso de lo que imaginamos. Un hombre que, hoy por hoy, es el favorito para contender por la presidencia de Estados Unidos dentro de un año.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses