Vienen las dos fiestas consecutivas, la de todos los santos y la de todos los muertos. Un poeta escribe en forma de hai ku: “Siga Usted todo derecho, no se pare en la muerte, Usted continuará —derecho, siempre derecho”. En la misma página, nos dice que “Dios no es una idea, sólo un vaho rosa y azul en los labios en forma de caracol de los infantes”.

¿Qué se puede decir frente a la muerte? Treinta, cuarenta años después sigue la herida abierta por quién desapareció de nuestra vista. Este hombre me confía, con el soplo entrecortado, que meses después de la muerte de su gato, oye todavía el ruido discreto de sus pasos en la escalera.

¿Quién dijo “la muerte, que es una, de mil modos fatiga a los miserables”? Los “miserables” somos nosotros, “expuestos a cuántos atroces males y terrores”. Cito a Erasmo de Rotterdam en su hermosa Preparación para la muerte, en la traducción de Mauricio Beuchot: “En efecto, para omitir los rayos, los temblores de tierra, las inundaciones del mar, la abertura de la tierra, las guerras, los latrocinios, los homicidios, las artes mágicas, ¿quién conoce todas las formas de las enfermedades? Y de éstas, hay muchísimas tan horrendas y tan torturadoras, que a su sola mención tiembla el hombre… Me callo las pestes, que van de mal en peor”.

Pero, ¿quién lee a Erasmo? La memoria me falla, así que creo que, sin tener absoluta seguridad, fue Gabriel Zaid quien dijo que la cultura moderna viene de la cultura cristiana, y las Iglesias también, pero la modernidad no sabe o no quiere saber de sus orígenes cristianos y las Iglesias olvidaron la importancia espiritual de la cultura. Hace poco, Mario Lavista declaró a EL UNIVERSAL: “Me interesa que descubran la música religiosa, no las estudiantinas. Dios tiene muy buen gusto, no sé porque creen lo contrario. La Iglesia tiene una incultura pasmosa”. Eso es una señal del vacío de sentido que afecta nuestras sociedades, por eso debemos leer a Erasmo que nos defiende de los temores y supersticiones de la muerte que se manifiestan tanto en el culto a la “Santa Muerte” como en los negocios que rodean el Día de Muertos desde fin de agosto.

Recuerdo dos defunciones que me han marcado. La primera en Ayutla, Guerrero. El viejo ranchero, que había participado en la Cristiada en Michoacán, había sufrido primero una intervención en la vejiga. Yo acompañando a su hijo menor, en esta ocasión nos despedimos de su papá quién, en camisón y con el suero puesto, caminaba hacia el quirófano. Frente a la puerta, se volteó hacia nosotros y, con una gran sonrisa, nos dijo: “Aquí nos vemos, y, si no —levantando el índice derecho hacia el cielo— les aparto un lugar”. Tiempo después, en su lecho de muerte, mandó por escrito su bendición para mí y mi familia, citándonos en el cielo. Murió en casa, un Jueves Santo, en plena lucidez, se despidió de su esposa y de sus hijos, diciendo que tenía que morir aquel día, porque no era digno de morir un Viernes Santo como Nuestro Señor.

La otra muerte ocurrió en Guadalajara, en el hospital. Un viejo sacerdote que me había ayudado mucho en mis investigaciones históricas. El hombre estaba completamente agotado, al término de una larga y dolorosa enfermedad, con oxígeno, suero y lo demás. Exigió tranquilamente que lo liberaran de tantas trabas, luego cayó en coma. Lo mirábamos, esperando su muerte. De repente, despierta, se endereza ligeramente, y dice esas palabras que nunca olvidé: “Hacia la casa del Padre, voy… ¡sean buenos… sean buenas!” Y se acabó. Fueron sus últimas palabras. ¡Como quisiera poder decirlas, antes de seguir todo derecho, sin pararme en la muerte, sino continuando siempre derechito!

Erasmo dice que irá al descanso con el ladrón que oyó en la cruz: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”, porque tiene un buen Señor, un juez indulgente y un abogado que hace gracia, porque Dios “es justo quien guarda las promesas, y yo ya apelé de su justicia a su misericordia”.

Investigador del CIDE.
jean.meyer@ cide.edu

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