La semana pasada hablé en este espacio sobre lo que dijo el secretario de Gobernación, después de los múltiples y coordinados ataques del narco en Jalisco y algunos estados aledaños, en el sentido de que el poder del Estado es mayor que el de los delincuentes y me pregunté por qué entonces no ha podido ganarle la batalla al narco y más bien al contrario, parecería como si los criminales dominaran la situación. Y la única respuesta que se me ocurrió es que el error estaba tanto en los objetivos de la lucha como en las fallas de inteligencia.

Pero esta semana me encontré con un libro publicado el año pasado, en el cual Moisés Naím, prestigiado analista venezolano que ahora trabaja en Estados Unidos, da una explicación que completa bien el panorama. Él asegura que hoy el poder de los poderosos (es decir, “la capacidad de lograr que otros hagan o dejen de hacer algo”) ya no es lo que era, pues se ha transformado radicalmente. Y ello se debe a que ahora enfrenta limitaciones que le imponen “el activismo ciudadano, los mercados financieros internacionales, el escrutinio de los medios de comunicación o la proliferación de rivales”, lo cual hace que a la hora de utilizar ese poder, “los poderosos de hoy suelen pagar por sus errores un precio más elevado y más inmediato que sus predecesores”.

Esto es muy importante y en México lo vemos todos los días. Y no solamente con los delincuentes: también con grupos organizados de los sindicatos, los empresarios y los propios ciudadanos. (En este punto no estoy de acuerdo con el autor, para quien hoy el poder fluye de quienes tienen más fuerza bruta a quienes tienen más conocimientos, lo que en México es exactamente al contrario, lo cual no cambia la explicación general.)

Y entonces resulta que si bien es cierto que el Estado tiene más poder que cualquiera de ellos, el problema es que no lo puede usar porque a él le exigimos lo que no le podemos exigir a los otros, ni siquiera a los criminales. Es decir, que mientras aquellos bloquean, incendian y hasta asesinan, el Estado tiene que cuidar a los ciudadanos, particularmente a los civiles (y como en el caso de Tlatlaya a veces a los delincuentes mismos), respetar los derechos humanos y el debido proceso.

Esto por supuesto, está muy bien. Es resultado de años de lucha para conseguir democracia, transparencia, rendición de cuentas, fin del autoritarismo, respeto a los derechos de las personas, castigo a los servidores públicos y a las fuerzas de seguridad cuando se exceden en sus funciones.

Pero el resultado es paradójico, porque también esto ha llevado a que al gobierno se le reclame lo que hace o deja de hacer, y también y sobre todo, el modo como hace las cosas.

Dicho de otro modo, queremos que el gobierno sea capaz de combatir el crimen pero no aceptamos que pueda hacerlo como sea, sino que exigimos que lo haga de una cierta manera que es la que hoy nos parece adecuada. Y el resultado es que, no ha podido hacerlo. Por eso de nada nos sirve que, como dice el secretario Chong, tenga más recursos y más poder que los delincuentes.

Como escribe Naím: “Vivimos en una época en que por paradójico que parezca, conocemos y comprendemos los problemas mejor que nunca, parecemos incapaces de afrontarlos de manera decisiva y eficaz (y) la razón de esta realidad frustrante y peligrosa es muy clara: nadie tiene el poder suficiente para hacer lo que sabe que hay que hacer”.

Esto que sostiene Naím es brutal pero muy cierto y completa la explicación de por qué el gobierno mexicano está tan atorado en su lucha contra el narco y la delincuencia en general.

En esa paradoja vivimos, en esa paradoja tendremos que seguir viviendo mientras no se tomen decisiones sobre cómo pueda el Estado cumplir con las funciones que le corresponden y al mismo tiempo hacerlo de la manera correcta, preocupación que no tienen los delincuentes.

Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx

www.sarasefchovich.com

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses