No es extraño que en España haya tomado fuerza entre la clase dirigente y la opinión pública la urgencia de una nueva institucionalidad política. La convicción de que las estructuras y aún los pactos de poder han sido superados en casi todo el mundo y que ello ha precipitado las crecientes crisis de ingobernabilidad. Si se mira de cerca es el caso de Estados Unidos, para no hablar de México y de los regímenes que colapsan en América Latina.

El pasado 2 de septiembre se vencieron los plazos para la investidura de un nuevo gobierno, según el artículo 99 de la Constitución. Un milagroso acuerdo político de última hora que requeriría un retoque a la Carta Suprema podría salvar el escollo, pero además de ser poco probable no solventaría el problema institucional subyacente.

La convocatoria para la navidad a unos terceros comicios generales sería una anomalía en el continente europeo y obligaría a pensar en un nuevo sistema de relaciones políticas. Habría que remontarse a la II República para encontrar una actividad electoral tan intensa y tan dramática. Los españoles acudieron a las urnas en 1931 con un sistema de doble vuelta y dos años después volvieron a llevarse a cabo al extinguirse el acuerdo de socialistas y republicanos. Las terceras sobrevinieron en febrero de 1936 con la victoria del Frente Popular. El Golpe de Estado las convirtió en las últimas hasta la reanudación de 1977 en el marco del restablecimiento de la monarquía constitucional.

La coyuntura política actual no ha alcanzado todavía el punto de ruptura de aquella otra que derivo en los acuerdos para la transición democrática. Después de la noche oscura del franquismo y aún vigentes sus vestigios de poder, España tuvo que inventar, en acontecimientos memorables, formas democráticas de convivencia. Cuarenta años de historia han transformado profundamente la realidad económica y política de aquellos tiempos y el resurgimiento de los nacionalismos ha hecho inviable los pactos tradicionales. Los movimientos sociales desembocaron en partidos que rebasaron el sistema concebido para la gobernanza. Pareciera que hay cuando menos dos Españas cansadas de vivir juntas.

Más de 300 días con un gobierno de trámite y en virtual vacancia del Poder Legislativo acusan una parálisis que el país no puede permitirse, tanto por razones propias como por sus obligaciones dentro de la Unión Europea. La arquitectura política española estaba preparada para dos contingencias: una mayoría absoluta o una minoría con el apoyo de partidos catalanes y vascos. Excluidos éstos, ninguno de los dos bloques alcanzan, por si mismos o aliados con partidos nacionales pequeños, la mayoría requerida para gobernar y es altamente dudoso que esta situación cambie en el futuro próximo. Máxime que las clientelas españolas de Podemos lo han distanciado del referéndum catalán.

Desde el 26 de octubre de 2015 en que se firmó el Real Decreto de la disolución de las Cortes, pasando por dos elecciones generales, la clase política no halla cómo salir de su laberinto. Tres cuartas partes de la ciudadanía rechazan la posibilidad de unas terceras elecciones y los partidos son hasta ahora incapaces de ofrecerles una solución distinta. La sociedad española se encuentra profundamente decepcionada de sus dirigentes, pero al agravarse el problema cae en la cuenta de que el desorden prevaleciente reside en la obsolescencia del sistema constitucional.

La transición española afrontó pragmáticamente la cuestión del pasado, aunque para ello renunció a la memoria histórica y hundió en el olvido la herencia moral de la República. Su mejor éxito consistió en resolver los problemas de su presente e impulsar un período notable de expansión y modernización económica. No tuvo, sin embargo, la flexibilidad suficiente para solventar las más sentidas reivindicaciones nacionales y acomodarse a los cambios ocurridos en Europa.

Las transiciones no son eternas, sino períodos de cambio pacífico limitados en el tiempo que deben aterrizar en estructuras de más larga duración. Las protestas que exigen el fin del limbo político y de la corrupción acumulada, se orientan cada vez más hacia la expedición de una nueva Constitución. Ésta implicaría lógicamente la eliminación del gozne institucional que representó la monarquía. Podríamos estar cerca de una Tercera República Española, federalista por añadidura.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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