La semana pasada ocurrió lo que la opinión internacional temía, pero no quería asumir en el universo de lo posible: la decisión del Reino Unido de abandonar la Unión Europea. Hecho de consecuencias todavía no mesurables, pero comparable de forma inversa al Acta Única Europea de 1986 o a la caída del Muro de Berlín en 1989, que dieron origen al proceso de integración supranacional más prometedor de la era contemporánea.

El 52% de los votantes se inclinó a favor del Leave y selló la dimisión de David Cameron, que sin duda cometió un grave error de cálculo. En su última cumbre europea dijo —con un dejo cortesano— “es una noche triste”. Reconoció su fracaso en la pretensión de permanecer dentro de una “UE reformada”. Explicitó su rechazo respecto a la “gestión de fronteras” al afirmar que “la libre circulación dentro de Europa debe ser menos libre”, así como a la hegemonía en las decisiones económicas que “no debieran ser impuestas desde Bruselas, porque ello rebasa los límites de la soberanía”.

A efecto de controlar los daños, Francia y Alemania dieron un portazo a cualquier posibilidad de reconsideración y exigieron una rápida separación: la estrategia de la “manzana podrida”. En el corto plazo, tendrán que hacer frente a la marea secesionista de la derecha en sus propios países, así como en Holanda, Italia y Austria, que claman por la devolución de competencias a los parlamentos nacionales y la cancelación del espacio de libre circulación de Schengen; pasos fundamentales para desmontar la integración política y el carácter social del proyecto europeo.

Este retroceso recuerda las posiciones encontradas de Margaret Thatcher y del constructor de la Unión, Jacques Delors, cuando aquella demandaba la reducción en lo posible a los acuerdos comerciales, mientras éste insistía en la fortaleza de las instituciones europeas como vía para un futuro federalismo, así como en la importancia de una Europa fundada en valores, la homologación de los salarios y la transferencia de recursos —a través de fondos estructurales— hacia las regiones más atrasadas y las actividades productivas más afectadas por la integración.

Los efectos geopolíticos del acontecimiento apenas comienzan a vislumbrarse. Se supone la complacencia de Rusia y de China, a causa de la salida del principal aliado de Estados Unidos en las decisiones europeas. Una suerte de compensación inesperada a las ventajas que obtendrán los estadounidenses de su liderazgo en el otro gran océano, a través del TTP y de la disolución de los bloques y alianzas soberanistas en América del Sur. Una recomposición mundial que recuerda los contornos geográficos de la Guerra Fría, ahora tras-
ladados a la guerra comercial.

En la propia Europa se observa una tendencia hacia la recuperación de los establishments políticos que gestionaron la edificación de la Unión Europea y que hoy se encuentran amenazados por un extraño coctel entre los separatismos y los movimientos populares emergentes transformados en partidos. Así, en España, la reciente elección acusó un retroceso de Podemos y de Ciudadanos, respecto de las formaciones tradicionales del Partido Popular y del PSOE. Mariano Rajoy adelantó de modo contundente —con el ojo en Cataluña— la posición de su país frente a las aspiraciones de Escocia para permanecer en la UE al margen de las decisiones de Londres. “Si el Reino Unido se va, Escocia se va también”, ha sentenciado.

En el contexto actual de Norteamérica, las tendencias separatistas se asimilan a la prédica de Donald Trump, por sus rasgos xenofóbicos y los muros físicos y sociales que pretenden levantar. De ahí que en la reunión de Canadá, entre los mandatarios de los tres países, tanto Obama como Trudeau hayan adoptado discursos progresistas, cuando con toda evidencia el TLCAN carece de un proyecto social. A la condena imprecisa del Ejecutivo mexicano contra los “populismos”, el norteamericano respondió de manera poco diplomática que los populistas, como él o como Sanders, luchaban por la mejoría de las condiciones de vida de la población. El canadiense recordó que era maestro y consideraba que hay que dialogar con el magisterio y no reprimirlo. La izquierda mexicana, más allá de sus disputas, debiera reflexionar seriamente sobre lo que está sucediendo en nuestras fronteras y en el mundo.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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