El PRI es idéntico a sí mismo. Desde su nacimiento como PNR, sus prácticas y sus valores han estado arraigadas en la conservación del poder. Ésa es su verdadera razón de ser, su programa y su esencia. Ya no hablan de la revolución que les dio legitimidad durante cinco décadas, porque la abandonaron de manera definitiva en los años ochenta. Pero aún mantienen la cultura y las viejas rutinas que les han asegurado el asiento más relevante del régimen político nacional, hasta nuestros días.

El PRI no es un partido, sino un aparato político: una red de alianzas, privilegios, influencia y reparto de puestos y presupuestos que se retroalimenta con la disciplina y el acuerdo entre militantes. Esa red necesita del liderazgo central. Quien lo ejerce, cumple con una función y representa, a la vez, los acuerdos de la coalición dominante; es el símbolo y el beneficiario de esos procesos internos en los que se dirimen conflictos y pactos, estrategias y distribución de poder.

En ausencia de una ideología definida —que siempre se suplió por una mentalidad basada en la vocación de poder—, la conformación de ese liderazgo constituye la condición principal de existencia del PRI. No por las cualidades personales del líder, sino porque esa persona —quien sea— es el resultado, más o menos exitoso, de aquellas negociaciones. De aquí la enorme importancia que tiene para ellos la candidatura presidencial y la ruta, escrita e implícita, que ha de seguirse para encontrarla.

Detrás de esa candidatura, se expresa la influencia relativa de las corrientes internas del PRI —que tiene tantas o más que el PRD, aunque no se llamen así—, la voz de los personajes que se han hecho de un espacio de autoridad propia y los privilegios de quienes, sin pertenecer formalmente al partido, juegan sus cartas para asegurar que mantendrán sus parcelas intactas. Es una operación muy compleja en la que, por supuesto, el Presidente de la República en funciones hace todo lo que está en su órbita para garantizar que, tras su salida del mando, quedará protegido por sus copartidarios.

Después del año 2000, el PRI no sólo aprendió que puede perder elecciones, sino que, con tal de evitarlo, le resulta imperativo tejer alianzas externas. Amenazado por los interminables escándalos de corrupción, la morosidad de sus decisiones para modificar las pésimas prácticas administrativas de México y los flacos resultados de este sexenio, ese partido parece obligado a echar mano de todos los recursos que tiene a su alcance para salir a flote en las elecciones del próximo año que, a la luz de las circunstancias, perdería si jugara limpio.

Si decidieron abrir el abanico de las candidaturas posibles para alojar a un externo, no es porque quieran acercarse o hacer suya la agenda de la sociedad civil que rechaza a los partidos políticos —comenzando por el propio PRI—, sino porque necesitan esas alianzas inconfesables fuera de sus corrales internos. Y quieren hacerlo recurriendo a sus prácticas habituales: la negociación de espacios y de apoyos mutuos en torno del abanderado presidencial. Necesitan de una candidatura presentable para competir con alguna probabilidad de éxito, pero, sobre todo, requieren afirmar sus lazos con la derecha política del país y con los grupos que estarían dispuestos a lo que sea para conservar sus prebendas actuales.

Nada de lo que hemos visto en la Asamblea Nacional del PRI tiene que ver con la consolidación de la democracia, con la búsqueda de un programa social o económico novedoso o con la apertura franca a la sociedad. Lo que ha sucedido es la preparación del acuerdo que desembocará en una candidatura conservadora, producto de las negociaciones internas. Después, vendrá el aparato que investirá al personaje, le diseñará una imagen potente y le escribirá los discursos. Nada que no hayamos visto por décadas.

Investigador del CIDE

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