La corrupción no sólo es el abuso de la autoridad conferida en beneficio propio. También es la apropiación ilegítima de lo que pertenece a todos; es el ocultamiento de lo que hemos de saber; es la exclusión de unos para privilegio de otros. No se ciñe a la acumulación de riqueza mal habida, ni transcurre solamente por los caminos de la ilegalidad. La corrupción es el cáncer del Estado democrático: emana silenciosamente de su propio cuerpo y lo puede llevar hasta la muerte.

Combatir la corrupción es el mayor desafío de los países democráticos en nuestro siglo. Es imperativo hacerlo porque es la causa más devastadora de la desigualdad y la injusticia: sus anclas son la impunidad, la información secreta, la mala administración y la captura de los puestos y los presupuestos públicos para convertirlos en negocios de particulares. Negocios que no siempre están movidos por codicia financiera sino por ambición política: dineros que fluyen por las cañerías de los regímenes políticos para comprar votos y lealtades, supliendo con redes clientelares los fracasos del sistema de partidos. Y que, en el extremo, acaba entrelazada con los criminales de tiempo completo pues, vista con cuidado, la corrupción es crimen organizado.

Su síntoma más visible es el escándalo. Pero cuando estallan y producen la indignación colectiva de los pueblos, significa que ya es tarde. Y el riesgo mayor es que en lugar de atacar las causas se proponga la venganza: el odio popular sobre quienes encarnan cada episodio nuevo, a costa de las instituciones democráticas e incluso de la soberanía de las naciones en donde se escenifican los escándalos. Hacer escarnio público de los corruptos, echarlos de sus puestos y exhibirlos sosiega el ánimo ofendido, pero no corta de raíz la mala hierba que la origina.

Tras el dolor producido, enfrentar la corrupción cebando el humor público en los individuos que la cometen puede abrir la puerta a los puritanismos y a la construcción de otros despropósitos. Creer que la corrupción es cosa de corruptos y no de sistemas políticos y administrativos que facilitan la discrecionalidad, la opacidad y los monopolios de la autoridad, equivale al principio de una inquisición laica —y a veces, ni siquiera laica—.

En nombre del combate a la corrupción puede producirse una polarización entre los buenos y los malos —donde nadie sabe a ciencia cierta quiénes son unos y quiénes otros, excepto por la posición que ocupan en el reparto de papeles temporales—, capaz de destruir la cohesión social de las naciones y los cimientos de la democracia. Y buscar salidas fuera para enfrentar los males propios puede devastar la capacidad de decisión de los Estados. Es preciso advertir que el combate a la corrupción también se ha utilizado por otros corrompidos para hacerse del poder corrupto que denuncian.

La corrupción no es una causa sino una consecuencia. De modo que atajarla por sus efectos más visibles, persiguiendo pecadores, enarbolando discursos populistas y colmando la revancha con fotografías de políticos encerrados tras las rejas no hace sino alimentar el círculo vicioso del engaño. Claro que hay que castigar a los corruptos. Pero también hay que evitar que por las tuberías dañadas del régimen político se cuelen salvadores de la patria que no se distinguen de los ofensores sino por su oportunismo o, peor aún, que la idea misma de combatir de corrupción acabe convertida en la polilla que devaste los pilares de la sociedad.

Lo hemos visto una y otra vez en América Latina: caen corruptos y vienen otros que, a su vez, ya eran corruptos. Ya es hora de aprender esta lección: la clave de la guerra contra la corrupción está en la mudanza de sus causas. Para consolidarse, es preciso devolver al pueblo el control democrático de la autoridad, no liquidar a los Estados.

Investigador del CIDE

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