Fidel en la morgue. Se llama o se llamaba morgue al archivo —antes físico, hoy electrónico— en que los medios almacenan obituarios precocinados de personajes de la vida pública que se acercan al final. Seguro desde hace décadas estaban por allí los fólderes de Fidel Castro. Y, probablemente, desde su quebranto de salud hace 10 años y su relevo del poder, los redactores de esos servicios forenses del periodismo llevaron al congelador —en espera del último suspiro— el expediente de su existencia informativa.

Fidel desaparecía de la agenda noticiosa igual que, en los años noventa del siglo pasado, habían sido borrados del mapa mediático los jerarcas de los regímenes del socialismo real. Se dijo entonces que el final del siglo XX se había anticipado con la disolución del bloque soviético, tras la caída del Muro de Berlín, en 1989. Pero esta semana he oído repetir en la FIL Guadalajara que en Latinoamérica la conclusión del siglo XX se habría demorado hasta el viernes anterior, ya entrado el siglo XXI, con la muerte del portador de la utopía socialista en este hemisferio, devenida tiranía sin libertades ni bienestar; del impulsor del ciclo guerrillero que finalmente termina, del inspirador de dictadores y caudillos populistas en la región.

Más allá de esas licencias cronológicas, el interés concentrado en Fidel hasta la renuncia a sus cargos se empezó a desplazar a los movimientos de su hermano Raúl, específicamente a su acercamiento al gobierno estadounidense del presidente Obama y a los pasos tendientes a flexibilizar la organización política y económica de la isla, construida en buena parte conforme al modelo soviético en ruinas.

Qué tiene Fidel. Desde entonces, acaso se recogían en espacios subalternos las reservas que desde su retiro lanzaba el dirigente histórico de la Revolución ante los acercamientos cubano-estadounidenses. Y la verdad es que, sin la entrada en escena de Donald Trump y su ominoso arribo —en cuarenta días— a la Casa Blanca, hubiera bastado sacar de la gaveta de aquella morgue el legajo cerrado de la vida de Fidel Castro, para cubrir su muerte de acuerdo a las rutinas informativas de los medios.

Pero quién sabe ‘qué tiene Fidel’, como coreábamos en los años sesentas, que ahora su legado de intransigencia frente a los amagos y las bravuconadas del imperio puede trascender esa muerte no sólo en los humores de la isla, sino también en el resto de Latinoamérica, ante la orientación y los estilos del poder que se instalarán el mes próximo en Washington. Y es que los entendimientos de Raúl Castro se alcanzaron con un presidente Obama resuelto a cerrar heridas lo mismo en el Lejano Oriente, a setenta años de las bombas atómicas estadounidenses sobre Hiroshima y Nagasaki, que en el Golfo Pérsico, con los acuerdos con Irán, que en el Caribe, tras más de medio siglo de hostilidad y bloqueo contra Cuba. Y es el caso que la continuidad de estas políticas está en la mira de un nuevo gobierno que se dice pronto a romper sus compromisos con el mundo en todos los órdenes, aún los más consolidados, como los pactos militares con Europa y Asia y los comerciales con México y Canadá.

Volver al siglo XX. Sin alcanzar a cumplirse los compromisos de reformas políticas y económicas en Cuba y sin la plena normalización de las relaciones de este país con su poderoso vecino, un endurecimiento de Washington tendería a resucitar los patrones de la Guerra Fría, con una Cuba ya no a imagen y semejanza de la Unión Soviética, ni como pieza de acuerdos entre los bloques del mundo bipolar, sino en el esquema de la Rusia de Putin y sus pretensiones expansivas que se abren paso franco entre la ignorancia y la mentalidad aislacionista de su próxima contraparte estadounidense.

Por eso la muerte de Fidel, con el ascenso de Trump, no permite avistar un siglo XXI de prosperidad, democracia y armonía en la región, sino el regreso al mundo en vilo de los amagos de violencia e imposición de ruinosas barreras comerciales de mediados del siglo XX.

Director general del FCE

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