De adicciones. En el curso de la sustitución del presidente del PRI ha entrado en juego una vez más la adicción al fatalismo que lastra el desempeño de columnistas, observadores y actores políticos. Unos repitieron como mantra que el proceso se completaría fatalmente bajo el signo de la así llamada genética priísta del ‘dedazo’ y una ‘cargada’ complaciente sin resquicios con las extravagancias del ‘antojo’ presidencial. Otros predijeron que el proceso iba en ruta de colisión, en imitación puntual (o sea, fatal) de las deserciones y rebeldías del partido ante decisiones de los presidentes De la Madrid y Zedillo. Y otros más aseguran que la designación del nuevo líder favorece a un grupo en detrimento de otro en la carrera presidencial.

Y no es que estos lugares comunes hayan trazado escenarios improbables, sino que estrechan el análisis por su simplismo y su provincianismo de suponer que estamos ante rituales pintorescos exclusivos de atavismos locales. La realidad es que, aunque no siempre se logra, no hay gobernante en el mundo democrático que no abra vías para influir en las decisiones de su partido e incluso determinarlas. Y que no hay partido que no esté expuesto hoy a divisiones. Y allí está a la vista, bajo la tormenta del Brexit, el choque y el hundimiento en el Reino Unido tanto del gobierno de Cameron como del aspirante a desplazarlo en su propio partido, Boris Johnson.

De antídotos. A partir del otro ya viejo lugar común: el de la disputa de tecnócratas y políticos, hay un tercer fatalismo en los medios de esta semana: el que vaticina el fracaso inevitable del nuevo dirigente partidista, por su inexperiencia en las prácticas del PRI, sin advertir la decadencia y los fracasos de la experiencia en esas prácticas en las últimas dos décadas.

Sólo un puñado de periodistas ha explorado antídotos a los lugares comunes con hipótesis alternas al supuesto capricho presidencial en el recambio priísta. Van algunas quizás atendibles: la construcción de un liderazgo comprometido con el programa reformista del actual gobierno; un cambio generacional en busca de perfiles no contaminados por el desprestigio de los reprobados en la elección pasada; la conveniencia de tener a la cabeza del partido un portavoz moderno, con formación y agilidad para el debate público y, además, con capacidad organizativa probada en la implementación de las reformas así como en la gestión de crisis para restablecer la normalidad en el desastre de Odile en Baja California Sur.

Futurismo. Es la fase demencial del fatalismo, a la que la realidad suele someter con tratamientos de choque. Todo lo que ocurre, se diga o no se diga, va en contra o a favor de unos u otros prospectos presidenciales. Es el caso de las resistencias a la reforma educativa. Hace tres semanas esta adicción daba por descontada —y fatal— la contención de la disidencia magisterial, con gran apoyo de una opinión pública convencida de no ceder a la presión contra la reforma, seguida de un corolario favorable a las posibilidades del titular de la SEP.

Sin embargo, la misma adicción presentó luego a la disidencia fatalmente blindada en su impunidad, respaldada por una movilización triunfante en su proyecto de meterle reversa a la reforma, con el apoyo explícito de López Obrador y el embozado del titular de Gobernación, que habría alentado este nuevo escenario y —en la vieja lógica sucesoria— le habría ganado así la delantera al titular de la SEP, aunque, según la misma futurología, enseguida la habría perdido con el cambio en el PRI.

La del futurista es la impaciencia del que grita en el cine un supuesto final a la mitad de la película, ahogando las posibilidades vivas de la trama. Al fatalista lo desquicia la volatilidad actual de la opinión. Toda complejidad le resulta tóxica. Los factores imprevistos por él, demuelen sus profecías. Y sus gritos no sólo le amputan a la esfera pública el gusto por la otra mitad de la película, sino por los hallazgos sorprendentes que suelen ofrecer los procesos vivos.

Director general del FCE

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