El día de hoy es el de todos los santos y mañana es el día de los muertos. Caronte era, en la mitología griega, el barquero encargado de llevar los difuntos de un lado a otro del río Aqueronte. Christian Bobin exclama: “Dios mío ¿por qué inventó Usted la muerte, por qué dejó Usted venir tal cosa? Es tan dulce la vida en la tierra, tendrá que ser avasallador su paraíso para que no se haga sentir la falta de esa vida terrestre. Usted tendrá que hacer milagros para darme una alegría tan pura como la del aire fresco de una mañana de abril, sí, necesitará Usted mucho talento, amor por lo tanto, para que en su paraíso no llegue ninguna nostalgia de la vida aquella”.

Eugenio Trías, filósofo español, admirador del cineasta ruso Andrei Tarkovski, se pregunta: “¿Es esta vida presagio de una vida diferente? ¿Son nuestras vidas preludios de una desconocida canción que tendría en la muerte su primera y solemne nota? Como decía Franz Liszt… la muerte nos aguarda siempre detrás, a nuestras espaldas; en el peor de los casos, esperando una estocada a traición; en el mejor, asistiendo por anticipación a moribundo”. Jacobo Siruela, en su El mundo bajo los párpados, cuenta como Julio Caro Baroja habló, un día, de la angustia que padecía un amigo suyo, al “haber reparado a sus ochenta años que el más allá no existía y que la muerte era el fin de todo. Nada más acabó su frase, don Julio miró a lo lejos unos instantes y dijo con una leve sonrisa insinuada en las comisuras de sus labios: “¡Será imbécil! ¿Y él que sabe?”. Pues bien, ¿no será finalmente esta la única respuesta válida a la pregunta sobre la muerte? Donde no se puede contestar, no caben las preguntas. Lo consecuente es saber que no se sabe, lejos de las consabidas proclamas materialistas esgrimidas con tanta fe, desesperanza y vanidad”.

San Agustín, en su lecho de muerte, le contestó a Bobin: “¡Si supieras el don de Dios y lo que es el cielo! ¡Si pudieras ver desarrollarse a tu vista los campos y los horizontes eternos, los nuevos senderos por los cuales estoy caminando! ¡Si pudieras, como yo, ver la belleza delante de la cual todas las bellezas palidecen! ¿Qué? Me viste, me quisiste en el país de las sombras y, ¿no podrías ni volver a verme, ni amarme en el país de las inmutables realidades? Me verás de nuevo, pues, transfigurado por el éxtasis y la felicidad, avanzando de instante en instante, contigo que estrecharás mi mano, en los nuevos senderos de la luz y de la vida, bebiendo con alegría, cerca de Dios, una bebida de la cual uno no se cansa nunca”.

Lo que nos recuerda los últimos momentos de la vida terrestre de Juan-Sebastián Bach, narrados por su esposa, Anna Magdalena, en su Pequeña crónica. Unos instantes antes de morir, el compositor recuperó la vista y ella le acercó una magnífica rosa roja y: “Magdalena, me dijo, adonde voy veré colores más hermosos y oiré la música que hasta ahora sólo hemos podido soñar. ¡Y mis ojos verán al mismísimo Señor! Tocad un poco de música, cantadme una hermosa canción sobre la muerte, que ha llegado mi hora (…) Dios me inspiró y empecé a cantar el coral Todos los hombres tienen que morir para el cual había escrito él un preludio en mi cuadernito de órgano. Mientras cantábamos, una expresión de paz se fue reflejando en el rostro de Sebastián”.

Mis abuelos paternos murieron con la misma tranquila convicción. Recuerdo que mi abuelo me contaba que en los pueblos del viñedo alsaciano, a la muerte del jefe de familia, el hijo o la hija mayor bajaba a la bodega para decirle al vino, a cada barrica, que el amo había muerto. Lo mismo hacía el apicultor en Provenza con sus abejas: “lou mestre es mort”. Un viejo cristero que había hecho esa guerra en solitario en el Cerro de los Agustinos, don Justo Ávila, compartía esa misma fe, panteísta y cristiana.

Investigador del CIDE.

jean.meyer@cide.edu

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