En 1876, Alfred Russel Wallace publicó un libro que resultó un clásico, La distribución geográfica de los animales, que afirmaba la interdependencia compleja entre todas las formas de vida y el medio ambiente, entre animales, vegetales, minerales y la Tierra que los aloja, que nos soporta. Era pensar de nuevo, como los antiguos y no antiguos, a la escala planetaria. En los años 1920-1930, el geoquímico ruso Vladimir Vernadsky y el paleontólogo francés, el jesuita Teilhard de Chardin desarrollaron la idea inicial con el concepto de “biósfera” que implica la participación de todas las ciencias de la tierra y de la vida. Eso lo intuían los viejos campesinos mexicanos que tuve el honor de conocer hace cincuenta años, cuando me decían que “el señor pulque tiene su ánima, y las rocas tienen la suya” y que tenemos que “cuidar todo lo que vive, en los tres reinos, animal, vegetal, mineral” porque es la creación de Dios.

Las perturbaciones que hemos provocado en la biosfera, la destrucción generalizada del hábitat y la fragmentación acelerada de los ecosistemas, han alcanzado tal escala que la Tierra no las puede absorber. Parece que hemos tomado conciencia de los efectos de las emisiones de CO2, por lo menos es lo que pretende la Conferencia de París de diciembre 2015; quizá, en el caso nuestro, la contingencia de marzo, en el Valle de México, va a despertar las alarmas: la situación es la misma en Toluca, todo el Bajío, Guadalajara, Monterrey etc.

Me dirán que hace más de 15 mil años que el hombre ha lanzado ese proceso que se antoja ineluctable, que los primeros americanos, como los australianos acabaron con la megafauna de la época. Eso mismo debería servir de advertencia. Además, hoy en día, el fenómeno de la destrucción de hábitats naturales, de los bosques y la desertificación acelerada de inmensas extensiones han llegado a un grado tal que todos los equilibrios quedan rotos. Parece que, antes de dejar la Tierra hecha un desastre, queremos reducirla al estadio de granja industrial y megalópolis de cemento, fierro y vidrio. Pretendemos ocupar todo el espacio y que desaparezcan los animales que necesitan grandes espacios, conservando algunos representantes en la cárcel del zoo. Provocamos la desaparición de muy numerosas especies, en lugar de compartir la biosfera con los otros vivientes.

El biólogo Edward O. Wilson, profesor emérito de Harvard, acaba de publicar un libro: La mitad de la Tierra: la lucha por la vida de nuestro planeta. Desarrolla la propuesta de J. Lovelock de “una retirada sustentable”, al proponer la salvación de la biodiversidad, formando con la mitad de la Tierra “algo como una reserva permanente no perturbada por el hombre”. ¿Utopía de un optimista anciano de 86 años? No lo creo. Primero, enumera la posible conservación (cuestión de voluntad política) de amplias regiones como el Amazonas, Congo, Nueva Guinea, parte de Panamá, Costa Rica y nuestro sureste. Segundo, sobre el modelo de buena parte de Europa, el mundo urbanizado e industrializado puede restaurar y dedicar corredores para la biodiversidad. Tercero, hay que frenar fuertemente la pesca industrial en los océanos para que se reconstituyan rápidamente las poblaciones. Los océanos forman parte de “la mitad de la Tierra”. Wilson afirma que su propuesta no implicaría ningún desplazamiento de personas, sino la creación de algo comparable a los sitios que la ONU cataloga como Patrimonio de la Humanidad.

Las nuevas tecnologías facilitan la realización de semejante utopía, al ocupar menos espacio, menos materias primas y menos energía; empezamos a tomar conciencia de la seriedad del desafío que tenemos y que es el resultado de nuestra inconsciencia; dentro de cincuenta años, la población (humana) empezará a disminuir. Wilson menciona esos tres factores para justificar su optimismo.

Investigador del CIDE.
jean.meyer@cide.edu

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