El editorial del diario francés Le Monde, con fecha de 20 de enero 2017, se intitula “un planeta sin simios” y empieza con esta terrible frase: “Si todo sigue igual, asistiremos a extinciones masivas de simios de aquí a veinticinco o cincuenta años. Los primates son nuestros primos más cercanos, pero el apetito del hombre por los bienes del planeta no tiene límites”.

Por su proximidad con nosotros, la amenaza que pesa sobre los grandes monos, gorilas, orangutanes y otros chimpancés llama, debería llamar, la atención, pero la mitad de los vertebrados han desaparecido en cuarenta años y, a tal ritmo, esas poblaciones habrán disminuido un 67% en promedio para el año 2020, o sea mañana. Es lo que documenta el último informe, Planeta vivo, que publicó en octubre del 2016 los estudios de la Zoological Society of London y Global Footprint Network. “Tales cifras materializan la sexta extinción de especies: una desaparición de la vida sobre el planeta de la cual somos en parte responsables”, afirma el director de la sección francesa del Fondo Mundial por la Naturaleza. La extinción más famosa fue la de los dinosaurios, hace 66 millones de años; muchos científicos piensan que estamos cerca de la sexta, al comprobar que en los últimos siglos se han perdido 322 especies y que 60% de los grandes mamíferos están en peligro. ¿Cuántas vaquitas marinas quedan en México, cuántas ballenas en los siete mares? ¿Cuántos elefantes, cuantos rinocerontes, leones, jirafas en África? ¿Cuántos tigres en Asia? Exterminados por el marfil de su defensa, por los supuestos poderes afrodisiacos de su cuerno pulverizado o de sus uñas… ¡Oh, la grandiosa y criminal estupidez del hombre ávido!

El cambio climático y alguna que otra catástrofe cósmica fueron responsables de las anteriores extinciones, pero ahora tenemos, además de nuestra participación al recalentamiento, una responsabilidad mayor en la destrucción de la vida. Elizabeth Kolbert ganó, en 2015, el Premio Pulitzer por su libro La Sexta Extinción, cuya lectura nos recomendó varias veces el entonces presidente Barack Obama. El actual presidente de Estados Unidos no lo leyó y sus primeras iniciativas van a contra corriente de todo lo que se debería y puede hacer para disminuir el impacto destructor de la acción de la humanidad. El hombre prehistórico fue capaz, sin tecnología, de hacer desaparecer la megafauna de Europa, América y Australia; nosotros somos capaces de lograr mucho más con nuestro descomunal consumo de todos los recursos sólidos y líquidos, animales, vegetales y minerales…

Nuestra prodigiosa multiplicación y no menos prodigiosa capacidad de consumo hacen que nosotros y los animales que comemos representen 97% de los mamíferos terrestres. Hemos cambiado y cambiamos a un ritmo cada vez mayor nuestro entorno, el paisaje, el medio ambiente. Ensuciamos las aguas dulces a un grado mayúsculo y transformamos mares y océanos en basurero. Investigaciones de la Universidad de Gales del Sur, Australia, comprueban que las microfibras sintéticas, que sacan de nuestra ropa las lavadoras, forman en el mar la basura plástica más abundante del planeta. La deforestación, lejos de ser frenada, se ha disparado: en el New York Times del 11 de marzo pasado usted puede leer que Cargill y otros gigantes de alimentos se adentran en el Amazonas, que se confirma (contra lo que dicen sus gobiernos) que los granjeros brasileños y bolivianos desmontan a gran escala para cultivar soya que les compra Cargill; los éxitos del movimiento “Salven la Selva Tropical”, parecen tristemente cosa del pasado, puesto que en 2015-2016 la deforestación aumentó por primera vez en nueve años en la Amazonia de Brasil. En la vecina Bolivia, se desmontan en promedio 350 mil hectáreas al año: el presidente Evo Morales, en su voluntad de “soberanía alimenticia”, espera transformar para 2025 5.7 millones de hectáreas de bosque en tierra de labor. Sin comentarios.

Investigador del CIDE.
jean.meyer@ cide.edu

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