El papa Francisco recibió hace poco el Premio Carlomagno otorgado por las más altas autoridades europeas y aprovechó la oportunidad para darles una lección, a ellas y a todos los europeos, una defensa en regla de una Europa unida, de una verdadera Europa. Me dirán que no es sorprendente puesto que, como hijo de italianos, no ha dejado de ser europeo, como tantos argentinos hijos de rumanos, españoles, portugueses, judíos de Europa Central, gente de todos los Balcanes… Sí y no. Lo primero que dijo cuando llegó al papado fue que venía de muy lejos, del extremo Sur de las Américas. Ahora es el defensor del gran proyecto europeo, justo cuando está amenazado de muerte por la crisis económica, el alud de refugiados, el terrorismo y los populismos nacionalistas.

Hubo una época en que los enemigos de una Europa unida la denunciaban como un proyecto vaticano, una manifestación de la inextinguible voluntad romana de poder, una actualización de la lucha de los papas contra los emperadores. Como prueba daban el hecho incontestable de que los padres fundadores de la reconciliación franco-alemana, piedra de toque de la primera Europa, eran tres católicos, el francés Robert Schuman, el alemán Konrad Adenauer y el italiano Alcide De Gasperi. Soviéticos, protestantes, anticlericales denunciaron el proyecto “de la Democracia Cristiana” de una Europa “negra” y ensotanada.

Uno puede leer en Le Monde del 8 de mayo que, incapaces de construir la Europa terrenal, “los responsables políticos europeos parecen descargarse sobre la Europa celeste. En procesión, los dirigentes de la Unión Europea se fueron a Roma, al Vaticano, este viernes 6 de mayo, para entregarle el Premio Carlomagno al papa Francisco. Ahí estaban todos”. De Angela Merkel a Juan Carlos de España. No todos. La República francesa fue representada a un nivel bastante bajo, por su ministro de Educación. Prefiero no interpretar la ausencia del presidente.

Aquel día, mil 800 personas fueron rescatadas en las aguas del Mediterráneo por la armada italiana. Acuérdense que el Papa se había llevado de la isla griega de Lesbos 12 refugiados sirios, musulmanes todos; un mensaje claro para que Europa actuara, recibiera a los que huyen del terror, de la violencia y la guerra. Los benévolos numerosos que ayudan a estas personas le hacen caso al Papa; para ser más exacto, no esperaron el llamado de Francisco, puesto que desde el principio de la crisis, hace un año, se lanzaron a la acción, incluso antes de que Angela Merkel dijera, en septiembre, que si Europa no respetaba sus valores morales, dejaría de existir.

Es lo que repite el Papa cuando pregunta: “¿Qué te ha pasado, Europa humanista, campeona de los derechos del hombre, democrática y libre?... Los reduccionismos y todos los intentos de uniformización, lejos de generar valores, condenan nuestros pueblos a una cruel pobreza, la de la exclusión”. Eso iba contra los gobiernos europeos que se niegan a recibir refugiados. Luego dijo que “en nuestro mundo dividido y herido, hay que volver a la generosidad activa, a la misma generosidad concreta que actuó después de la Segunda Guerra Mundial… para que Europa sea capaz de engendrar un nuevo humanismo… Sueño con una Europa en la que ser inmigrante no sea un crimen. Sueño con una Europa en la que los jóvenes puedan tener un empleo digno y bien remunerado. Sueño con una Europa en la que no se dirá que su compromiso con los derechos humanos fue la última utopía”.

Denunció una vez más “soluciones con un rendimiento político cortoplacista, fácil, efímero… hay que pasar de una economía líquida, fundada en la especulación y la corrupción, en la deuda y los intereses, a una economía social…” El problema no es la tensión política, el peligro es uniformar el pensamiento, Europa se ha atrincherado en lugar de promover sus valores humanistas. Hace falta coraje para renovar el proyecto europeo.

Investigador del CIDE.
jean.meyer@ cide.edu

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