Creo que todo se ha dicho sobre la visita del Papa a México, tanto para bien, como para mal; bien cuando Francisco dice que no hay que tratar con el diablo, mal cuando desfilan para besar su mano personajes poco recomendables de la política y del jet-set mexicano, algo inevitable por el estatuto de jefe de Estado que tiene el Papa; por eso quiero hablar del Papado.

Durante más de mil años, el Papa fue un soberano temporal, dueño de un territorio importante, la cuarta parte de la Italia actual y esa situación duró hasta 1870, cuando la última etapa de la unificación le dio, a Italia, Roma como capital. De 1870 a 1929 los papas no reconocieron la nueva situación hasta que los Acuerdos de Letrán definieron el actual estatuto del minúsculo Estado Vaticano, minúsculo pero Estado. Cuando en 1870 desapareció el poder temporal del Papa, no faltó quien profetizara la próxima desaparición del Papado: error absoluto, el poder espiritual del Papado, de los papas sucesivos, alcanzó niveles inesperados. El mismo año de 1870 que vio las tropas del rey Vittorio-Emmanuelle entrar en Roma, el Concilio Vaticano I había proclamado la infalibilidad pontificia… ¡Cuán equivocado Stalin!, cuando le preguntó en tono burlón al primer ministro francés que le aconsejaba un poco de respeto para la Iglesia: “El papa… ¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”. La Guardia Suiza, nada más.

A fines del siglo XVIII, poco antes de la Revolución Francesa, los reyes y el emperador, muy católicos todos, estuvieron a punto de acabar con el Papado y de instalar puras Iglesias católicas nacionales, un poco sobre el modelo de la Iglesia ortodoxa rusa, estrechamente controlada por el zar. La Revolución Francesa, que llegó a proclamar que “la muerte es un sueño eterno” y tirar a la fosa común el cadáver del Papa, asustó tanto a los monarcas que restablecieron en 1815 al Papa como soberano temporal. El punto es que, a partir de 1870, la figura del Papa que se proclamó “el preso del Vaticano”, adquirió una dimensión inédita en la historia del catolicismo; al grado de que podemos hablar de un verdadero culto de la personalidad, o, como sus críticos, de “papolatría”. Hubo, hay papas más populares que otros, pero desde aquel entonces y hasta la fecha, el amor de los católicos por el heredero de Pedro no se ha desmentido. Se dio una alternancia entre pontífices adorados y pontífices menos populares, sin que eso afectara al prestigio del titular. Para asombro y escándalo de los protestantes y de los ortodoxos.

Por eso no se debe esperar gran cosa del encuentro brevísimo entre el papa Francisco y el Patriarca Kiril, el de la Iglesia Ortodoxa de Todas las Rusias. El verdadero problema entre las Iglesias no es teológico, por más que se haya escrito, sino institucional: el Papado, su definición y funcionamiento, es el problema. Bien lo dijo Juan Pablo II, Papa eslavo, enamorado de la liturgia y de la espiritualidad ortodoxa, cuando le encargó a los cardenales reflexionar sobre la función del Papado. Francisco debe haberlo recordado cuando se definió primero como “obispo de Roma”, antes que jefe de la Iglesia universal. Creo que pecan de optimismo los que piensan que “el Papa y el patriarca ruso inician la reconciliación”. Podemos, debemos analizar los defectos y las ventajas de la institución pontificia y de sus relaciones con las otras Iglesias, pero los patriarcados ortodoxos y sus Iglesias nacionales tienen también sus defectos. El Patriarcado de Moscú y el Estado ruso caminan mano en la mano y las consecuencias no son muy espirituales que digamos.

Por lo pronto el encuentro que se dio en Cuba, lejos de una Europa cuya Ucrania simboliza el antagonismo entre las dos Iglesias, tuvo un solo tema: trabajar juntos “para salvar a los cristianos en las regiones donde son perseguidos cruelmente”, a saber, en el Medio Oriente”:

Investigador del CIDE
jean.meyer@ cide.edu

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