Una de las invenciones que no deja de deparar asombros es el jardín zoológico. Su nombre parece una evocación sugerente y los recuerdos que propicia resultan una incitación permanente. No sólo el repaso de las remembranzas posibles que proceden del zoológico pueden inducir una felicidad infantil, sino que cada visita suele estar precedida de cierta euforia, de la certeza de que se sucederán placeres inocentes, de una disposición al asombro.

Aunque a principios del siglo pasado el capitán Stanley Flower, director del zoológico de El Cairo, sostenía que los antiguos egipcios acostumbraban mantener diversas especies salvajes en cautiverio, esa creación parece ser otro prodigio chino, pues, según la mítica decimo primera edición de la Encyclopaedia Britannica, el primer jardín zoológico del que se tiene noticia se fundó en China por el primer emperador de la dinastía Chou hacia el año 1100 antes de Cristo. Se llamaba “Parque de la Inteligencia” y tenía propósitos científicos y educativos. Prescott refiere que Netzahualcóyotl tenía un zoológico en Texcoco y Moctezuma mantenía otro en Tenochtitlan, donde luego se construyó el convento de San Francisco y luego diversos edificios como la Torre Latinoamericana. No se trata de los únicos que acaso tienen algo de legendario. Luis XIV estableció uno en Versalles, María Teresa de Austria propició uno en 1752 en Schönbrunn donde, se dice, todavía deambulan numerosos fantasmas de varios animales y, como lo recordaba un reportaje reciente de Guillermo Altares en El País Semanal, Gerald Durrell creó el suyo en la isla de Jersey, en el Canal de la Mancha, con la idea de ayudar a la conservación de los animales. “En todo el mundo”, escribió, “muchas especies están siendo exterminadas o reducidas brutalmente en su número ante el avance de la civilización”.

En el verano de 1898, refiere Alfonso de Maria y Campos en su biografía de José Ives Limantour, el presupuesto del gobierno de Porfirio Díaz dedicaba 8 mil pesos para la conservación y el alimento de los animales del jardín zoológico, “lo que muestra que este zoológico fue desde 1897 antecedente del que fundó Alfonso Herrera en 1923”. Cuenta asimismo que en 1899 un residente en México, A. Courmont, le presentó a Limantour un estudio de más de 45 páginas escritas a máquina. “Sobresalen en su propuesta lo que él llamaba el ‘Palacio de los Paquidermos’, las ‘Cuevas de los Osos’, ‘Un tanque para los leones de mar’, ‘el palomar’, las ‘pajareras’ y el ‘Kiosoko y Palacio de los Monos’. También había caballerizas y establos para cebras, llamas, camellos, búfalos, yacks, bisontes y dromedarios, así como diversas logias para especies chicas como jabalíes, ovídeos y caprídeos. Su realización se inició en 1900 y estaba muy adelantada, como el resto del remozamiento del bosque hacia 1911, cuando la Revolución interrumpió el proceso”.

“Al igual que hay plantas de las cuales se dice que poseen el don de hacer ver el futuro”, escribió Walter Benjamin en Infancia en Berlín hacia 1900, “existen también lugares que tienen la misma facultad. En su mayoría son lugares abandonados, como copas de árboles que están junto a los muros, callejones sin salida, jardines delante de las casas donde jamás persona alguna se detiene. En esos lugares parece haber pasado todo lo que aún nos espera”. Uno de ellos, para él, era una de las tres entradas del zoológico de Berlín, la de Lichtensteinbrücke, con mucho, la menos usada y la que conducía a las regiones más solitarias del parque. Benjamin acostumbraba detenerse en un recinto con fuertes barrotes que formaban un enrejado ante una alberca cuyo óvalo estaba bordeado de rocas y grutas. Allí esperaba poder descubrir a la nutria. “Si lo conseguía por fin, sólo era por un momento, ya que al instante el morador resplandeciente de la alberca volvía a desaparecer en las oscuras aguas”. Benjamin, que se sentía a salvo en la lluvia, en la que se crece el futuro, cuando la contemplaba con fascinación tras una ventana empañada, pensaba que estaba como en casa de la nutria.

Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, el búnker del zoológico era la construcción antiaérea más extensa de Berlín, “una fortaleza gigantesca de hormigón armado del período totalitario”, describe Anthony Beevor, “dotada de baterías de cañones en el tejado y enormes refugios en su interior, en los que se hacinaban multitudes de berlineses al sonido de las sirenas”. Cuando el bombardeo parecía haber cesado, algunos se apresuraban hacia el jardín zoológico en busca de la construcción donde moraba una cigüeña, Abu Markub —en los zoológicos, como en los circos, los animales tienen nombre—, pues se creía que mientras estuviera viva, Berlín subsistiría.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses