Hace varios meses que he abandonado el hábito de desayunar o almorzar. Los hombres que viven solos —quiero decir: sin servidumbre—  tienen obligación de abandonar ciertas costumbres que no hacen más que estorbar a la vida ensimismada y dedicada a consumirse en el preguntarse: “¿Pero qué carajos he venido a hacer a este mundo?” Tomar alimentos en la mañana pone a funcionar la máquina corporal que yace tranquila y sumida en alguna actividad que no exige abrir la boca. He elegido las mañanas para leer, meditar o continuar durmiendo, no para conversar con nadie: es absolutamente aterrador abrir los ojos y darse cuenta de que uno continúa en el sótano. Tocas los ladrillos fríos y las hendiduras del piso, compruebas que la madera de la puerta tarda en pudrirse una eternidad y que las ratas engordan sin más motivo que el existir. Yo elijo esta porción del día para callar, habrá otros que elegirán la noche o esperarán hasta que la muerte llegue y entonces cerrarán la boca.

Diez días han pasado exactamente desde que acudiera a una reunión con un filósofo a quien admiro y quiero desde hace muchos años. Aunque su presencia es por lo común estimulante y animosa, mi amigo tiene la costumbre de obligar a todos a comer a la hora que él lo desea Y no va a cambiar. Cuando llegué a la dirección indicada él estaba rodeado por un grupo de jóvenes desconocidos —para mí— que debatían toda clase de temas e intercambiaban opiniones de diversa índole. Pasado el tiempo, una mujer de apariencia amable se unió a la reunión y, sin presentarse del todo, nos ofreció a viva voz sus nociones acerca de la moral, la divinidad, el oriente y el espíritu (nada más). No recuerdo exactamente lo que esta cordial mujer intentaba decirnos, pero mi desmemoria tiene raíces prácticas: no pongo atención en la predicación de teorías o relatos místicos si antes no se da una conversación mundana que tenga como fin el conocer, al menos un poco, a quienes nos escuchan o con quienes trabamos alguna clase de discusión. Yo también, como mi amigo el filósofo, tengo mis manías, y son de la peor calaña. Y aunque la mujer que se acercó a nosotros era prudente y probablemente sabia, yo cerré mis oídos prejuiciosos y dije: “No”.

No está de más saber a quién tiene uno enfrente antes de comenzar la predicación. Como ustedes se habrán dado cuenta, si es que aún respiran, lo común en la actualidad es justamente lo contrario: ser acosados por teorías, argumentos, publicidad, moralejas, consejos no pedidos, tesis y arengas políticas por parte de seres desconocidos. No creo que sea posible escaparse de semejante acoso. Como sabemos, las masas se hallan atentas y dispuestas a escuchar predicaciones, mas no porque deseen aprender, sino para simular que pueden cambiar y continuar siendo la misma cosa. ¿Pero el individuo? En caso de que a estas alturas del partido todavía exista el individuo, ¿no podría aprender a desconfiar de la prédica y de las teorías impuestas? Tan dispuestos se hallan algunos a dar juicios, a lapidar al otro con piedras argumentales, a guiar por medio de riendas religiosas o políticas, que ni siquiera reparan en el objeto de la predicación. Se escuchan a sí mismos y se inflan llenos de auto complacencia redentora. Estas almas ansiosas se hallan en todos lados, en la televisión, en las aulas, en las inmobiliarias o en los bancos. Un ejemplo de ello son los comerciales de cualquier clase: su misión ya no es sólo ofrecer las características del producto anunciado, sino sepultarnos en mensajes éticos y moralejas de conducta. Cualquier persona o compañía o agencia que realiza comerciales se cree obligado a llegar al fondo del asunto humano y a discurrir acerca de la moral. Debido a ello la desaparición en sí se antoja un paraíso y el decir “no” a cualquier prédica parece incluso un gesto de rancia sabiduría. ¿Por qué no se escucha el “no” más a menudo en nuestra sociedad: el desacato, la desconfianza frente a la prédica, la queja continua, el “no, no y no”?

Dejo atrás mi estilo “Tertuliano” ya que el sólo mencionar la palabra desaparición me ha llevado a recordar la confesión de Franz Liszt cuando decía: “Muchas mujeres se amaron en mí.” Es resaltable que al menos lo reconociera: ellas se amaban a sí mismas porque él desaparecía y les servía de espejo. Mas un espejo útil, como una escoba o un jabón. ¿A qué otra cosa puede aspirar uno más que a ser el espejo de alguien que se mira a través de nosotros? ¿No funciona de esta manera también la predicación? Nos utilizan para escucharse. Al menos Liszt fornicaba, ¿pero el auditorio inane?, está allí momificado y dizque atento, incapaz de decir “no”, atado y dispuesto a simular que “comprende”. Vaya juego.

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