Un consenso se forma en la filosofía política: la democracia no puede sobrevivir sin poner en cuestión el encierro del individuo en la “libertad negativa”. El axioma del liberalismo económico es dejar al mercado la satisfacción de los intereses de los individuos (su felicidad, sus preferencias, sus gustos). En teoría, de esa interacción resultaría el bienestar común, cuya figura central sería la suma de individuos que realizan sus deseos sin obstrucciones, con excepción del respeto a los derechos del otro. Esta presunción ha sido desmentida por la realidad. Entre más se profundiza la libertad negativa, la libertad de mercado, menor es la posibilidad de que la mayoría de los individuos satisfaga sus deseos. Una forma de aproximarse a este desmentido es la desigualdad. El economista Robert Wade ha llamado la atención pública sobre el hecho de que el índice de Gini global pasó de 0.57 a 0.72 entre 1988 y 2005, en donde 0 es igualdad absoluta y 1 es desigualdad absoluta (http://bit.ly/2uHQ1Xh). El índice mundial, pues, pasó en ese lapso de condiciones de países como la de México a la de países como Namibia en la actualidad. Y la crisis financiera de 2008 y sus secuelas empeoraron las cosas.

No es de extrañar que bajo estas circunstancias, los más ricos tengan más poder político que los menos afortunados, y no se diga con respecto a los más pobres de los menos ricos. Uno de los efectos de este fenómeno es que la premura económica de la mayoría abate sus posibilidades de participar en la esfera pública. Menor educación, menor ingreso, menor calidad de vida, mayor vulnerabilidad, menor participación ciudadana. El individualismo de mercado no es el único factor que impone estas condiciones, sino el sinnúmero de mecanismos de subordinación y control que generan e impiden mayor igualdad en la información, comunicación y deliberación sobre los asuntos que conciernen al público. En dos palabras, que impiden la mayoría de edad política de las personas. Se confronta, así, al individuo con el ciudadano. La subsistencia del primero parece exigir la restricción del segundo. Lo privado socaba el interés público bajo el velo legitimador de que la satisfacción del interés personal produce bienestar colectivo. Ese velo legitimador es falso. La historia prueba que el bienestar común requiere de una “libertad positiva” que sólo se puede realizar en la política para dirigir los asuntos comunes. De ahí que el liberalismo económico con frecuencia se lleva mal con el liberalismo político. Este último afirma la libertad del ciudadano de participar en la política y definir el rumbo del Estado de acuerdo con las reglas de mayoría y los principios contramayoritarios (los derechos inviolables que limitan a las mayorías).

La libertad del ciudadano se ejerce mejor en las democracias representativas que en cualquier otro sistema. A mayor representatividad, mayor es la realización de esa libertad en la definición de la orientación del Estado y el bienestar colectivo. Pero la calidad de la ciudadanía no es la misma en todas partes. Donde la desigualdad es menor, mayor puede ser la capacidad de los ciudadanos para comunicar sus intereses sobre lo público. A la inversa, a medida que la desigualdad crece el ciudadano se desvanece. La canasta de bienes que requiere una buena ciudadanía varía en función de la desigualdad. Con alta desigualdad es más difícil disponer de ingreso, educación, información de calidad, capacidad crítica, etcétera. Sin estos ingredientes, los menos favorecidos se repliegan y se desentienden de los asuntos comunes.

El puente que podría tenderse entre el individuo y el ciudadano ha de venir de la política deliberativa y de la formulación de políticas, plasmadas en el orden constitucional de la sociedad y el Estado democráticos. Ese que el extremo individualismo niega. De otro modo, la tiranía y la oligarquía suplantan a la democracia, aunque la vistamos de sistemas electorales competitivos.

Director de Flacso en México.
@ pacovaldesu

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