Cuando un ejército interviene en la solución de un conflicto es porque ningún otro recurso sirvió para calmar una crisis. En México ese punto de quiebre fue la violencia del crimen organizado. Los soldados están en las calles desde hace más de siete años para enfrentar a ese enemigo. ¿Quién más sale al paso? Sería un error asumir que lo mejor es mantener el estado actual de las cosas, con las Fuerzas Armadas recurriendo a cada llamada de ayuda en cada lugar del país.

La celebración ayer de la Batalla de Puebla, coincidente con el desafío del crimen organizado en Jalisco, sirve para recordar que el Ejército y la Marina se mantienen como últimos guardianes de la integridad de México. Pero justo por esa condición de escudo final es que los civiles deben protegerlo. Si esa coraza es dañada, si se fractura o corroe, nada más podrá garantizar la seguridad de todos.

En cada país donde las Fuerzas Armadas han sido sometidas a un prolongado combate, al constante asedio de un enemigo sin rostro y camuflajeado entre la población, eventualmente el desgaste se resiente entre sus miembros y, por lo tanto, en la sociedad en donde éstos se encuentran insertados.

Las instituciones civiles tienen dos niveles de responsabilidad en ese desgaste. Por un lado, la incapacidad que han mostrado para diagnosticar la fuerza de los grupos criminales —por ende la forma de vencerlos de raíz— y, por otro, la lentitud para construir un sistema de justicia (policías, fiscales y jueces) capaz de tomar la estafeta con la que fueron encomendados Ejército y Marina desde 2007.

En Jalisco ocurre lo que en su momento pasó también en Michoacán y luego en Guerrero: una descomposición desatendida por años, enfrentada después sólo como consecuencia de una crisis, y finalmente la recuperación parcial de un territorio que no termina de ser domado. ¿Acaso era imposible alertar desde antes de la penetración de los cárteles en Jalisco? ¿La entidad prefirió no hacer “ruido” antes que solicitar ayuda o abiertamente enfrentar el problema? Son todavía preguntas sin respuesta.

De su lado está la simulación en la que han preferido caer los gobiernos estatales. Algunos aparecen con grandes avances en el diagnóstico elaborado por la Secretaría Técnica para la Implementación de la Reforma Penal; sin embargo, con el tiempo la opinión pública descubre que en realidad reportan cifras sin sustento, como la supuesta aplicación de juicios orales en juzgados donde ni siquiera existe el número suficiente de jueces para impartir justicia, o como los exámenes de confianza a policías cuyos integrantes reprobados siguen en sus cargos.

Aun no hay quién supla a los soldados en las calles.

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